Cuando los europeos llegaron al Nuevo Mundo hacía muchos años que el antiguo continente había creado un bestiario de criaturas sobrecogedoras que atemorizaban a sus habitantes y controlaban a la sociedad de los excesos.
A los marinos que se atrevían a explorar rutas desconocidas o poco transitadas los asaltaban miedos milenarios. Además del temor por aquellos monstruos acechantes tenían que lidiar con otras criaturas, más terrenales que mitológicas, mucho más pequeñas, pero extremadamente disciplinadas en su misión de convertir en harapos la ropa: las diligentes polillas.
Para combatirlas, la tripulación cargaba como un talismán bolas de naftalina que purificaban los ambientes húmedos y protegían a la ropa de los incómodos insectos. Ningún marino sensato transitaba hacia América sin su provisión de naftalina. Cuentan que durante el siglo XIX varios de los viajeros que se aventuraron a los territorios del trópico sin la protección de aquellos vapores purificadores, en varias ocasiones desembarcaron en los puertos e hicieron largas travesías con sus vestimentas convertidas en jirones.
Muchos de los recuerdos de mi infancia se activan con el olor agudo de la naftalina. Mi madre las esparcía para ahuyentar cucarachas y toda clase de insectos en el fondo del viejo baúl marrón donde guardaba la ropa y que siempre llevó a cuestas en su travesía por los espacios rurales del departamento del Cesar y Magdalena.
Con el paso del tiempo, ese olor cálido y penetrante, que se aferraba como rémora a las fosas nasales y que en exceso puede causar tos e irritación ocular, se me fue convirtiendo en el aroma de la certeza de la proximidad del hogar materno. Si a Juvenal Urbino “el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”, a mí el olor de la naftalina me recuerda, inevitablemente, el retorno a la tranquilidad y la seguridad del hogar.
En los últimos años, después de la muerte de mi padre, mi madre se refugió en el último cuarto de la casa en Valledupar. Más tarde se vendría con sus rituales cotidianos a vivir a Cartagena de Indias, pero muchas de sus cosas quedaron en esa habitación bajo el conjuro protector de las antiquísimas bolas de naftalina.
En ocasiones, cuando visito la vieja casa en Valledupar, duermo en ese último cuarto entre vapores alcanforados. Allí, en ese lugar sencillo y en el aroma sin pretensiones de esas pequeñas bolitas de apariencia insignificante, encuentro la tranquilidad necesaria y descubro la grandeza cotidiana de mi madre.
Entonces pienso, si aquellas madres y abuelas que transitaban la vida en medio de dificultades, acorazadas solo con los rituales de su fe, mientras esparcían esas pequeñas pelotas de hidrocarburo cristalino en los baúles y roperos de las casas, en realidad no solo defendían a la ropa de las polillas y de toda clase de insectos, sino que también protegían a sus hijos y nietos del bestiario de criaturas sobrecogedoras que acechaban a los habitantes pobres del mundo moderno.
Por Javier Ortiz Cassiani
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