Ante el panorama desértico noticioso de inicio de año, pues sabido es que la pobreza franciscana arropa a los equipos de fútbol de casa en cuestiones de contratación de jugadores, razón fundamental para que el espectáculo del domingo carezca de la alegría del ayer, vale la pena devolver la página del tiempo, para recordar aquellas épocas, cuando el equipo Junior comenzaba a llenar sus líneas con jugadores de cartel, en su mayoría extranjeros.

Apenas el periódico anunciaba la llegada de esos jugadores, las gradas del viejo Romelio eran insuficientes para ver entrenar a esos ídolos.

Había tanta gente que parecía un partido oficial. Entonces, vimos de cerca para no olvidarnos jamás de ellos a Dida, Quarentinha, Othón Valentín, Dacunha, Caldeira, Romeiro, Ayrton y, muchos otros más que harían la lista interminable.

De los nuestros, en esos tiempos de bonanza, brillaron con luz propia para convertirse en irremplazables al exquisito Jesús ‘Toto’ Rubio, Hermenegildo Segrera y Arturo Segovia. Mucho tiempo después de esa bonanza que sirvió para llenar las páginas de los periódicos de crónicas con sabor a gloria, apareció uno que más que jugador, parecía un mago por lo que hacía con la pelota, de nombre Víctor Epanhor.

Mucho antes de esa aparición salpicada de genialidad. Heleno De Freitas hipnotizó la Barranquilla de ese entonces con su magia carioca, historia que narra mi pariente Andrés Salcedo en su última novela ‘El día en que el fútbol murió’.

Las hazañas de estos dos arietes brasileros, más el repertorio de jugadas que se convirtieron en canciones protagonizadas por el diminuto Dida, quedaron escritas en los anales de la historia, para confirmar, sin temor a equivocarnos, que esos tres mosqueteros con sabor a samba han sido lo mejor que ha llegado a esta tierra bañada por río y mar.

En esa tardes pletóricas en el coliseo de la 72, donde se mezclaba la magia de los protagonistas con la alegría de un pueblo que se sentaba en las gradas a reverenciar a sus ídolos, desde muy temprano, antes que el juego comenzara, siempre, como una diosa, aparecía la silueta de esa bella mujer, que al compás del tambor y los acordes de la gaita, movía su cuerpo para convertirse en la reina del espectáculo. Sudorosa, con la sonrisa a flor de piel y, con esa gracia de mujer convencida de sus dotes, se convirtió con el tiempo en figura indispensable para llenar de alegría el instante y, en amuleto para los jugadores, pues muchos dijeron que su gracia y donaire les llegaba hasta el alma.

El día que los tambores se silenciaron, la diosa de cuerpo de sirena se apagó, como también la magia incomparable de esos tiempos.