La primera respuesta es “porque los necesitan o no salen”. Y eso lo prueba el Dane en su encuesta de cultura política en el país, al encontrar que el 64 por ciento de los colombianos –una mayoría de vergüenza— no creemos en la transparencia electoral, luego basta ya de cacarear que somos una democracia.

Si han olvidado que significa esa bella palabra, democracia, les refresco que es el gobierno del pueblo para el pueblo, a través del derecho constitucional a elegir o ser elegido para representar el interés general, público y libre. Les pregunto, cuando estamos ad portas de unas elecciones parlamentarias, ¿podemos seguir ufanándonos de algo que las cifras no pueden demostrar? ¡Ah! me dirán algunos, tenemos un pueblo ignorante al que no le interesa sino ganarse un billete el día de elecciones. Les digo, ¿y cómo fue que llegamos a algo tan inmoral y desigual?

Me parece que la compra de votos, el trasteo de votantes y todas las demás habilidades demostradas por nuestros reconocidos caciques del clientelismo, son expresión de la ausencia de carisma, honestidad y programas que conmuevan a la gente para que voluntariamente los elija. Pero a cambio, son especialistas en manejar presupuestos, conseguir contratos y elegir a funcionarios que hagan realidad sus ansias de enriquecer, ya que como particulares no han dado chicle porque no son creativos, competitivos y muchos menos poseen conocimientos. Lo que si manejan de maravilla es la leguleyada, la manipulación del hambre y otras necesidades elementales de las personas, esas vainas que la Constitución llama derechos, que el Estado ha sido incapaz de resolver.

Constituirse en intermediarios e intermediarias de las obligaciones estatales es la forma maquiavélica como creen que engañan a la mayoría, que luego les vende su voto precisamente porque no les creen ni media. Es un círculo vicioso que ellos mismos no permiten romper, porque han decidido vivir como ricos a costillas de los más pobres. Sería para reírse si no fuera una fórmula canalla, que hace de Colombia un país que en pleno siglo XXI continúa, como dice William Ospina, en un régimen colonial, que murió en los cincuenta, pero ellos no han dejado nacer la democracia real.

La misma encuesta nos dice que el 35 por ciento de la población no confía en los partidos políticos (lógico, apenas) y que el 78 por ciento no simpatiza con ninguna organización político partidista. Más grave es que el 66.9 por ciento no cree en la transparencia del conteo electoral; o sea, tampoco las instituciones nos merecen respeto. ¿Por qué? Simple, los funcionarios, nacionales y locales, de libre nombramiento y remoción, son impuestos a través de cuotas de gobernabilidad que no significan más que el pago de los votos con que eligieron al presidente.

Les recomiendo Pa’ que se acabe la vaina, el último libro de Ospina, filósofo e historiador de maravilla, porque ayuda a entender ese fenómeno llamado clientelismo, que nos tiene perfectamente dominados.

Feliz Año y voten por el cambio.

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