El sonido de un pito que parecía un gemido, y el golpetear de una varilla en el pavimento, rompían el silencio de la noche. Era el sereno, aquel sereno, que ‘armado’ con pito y varilla de hierro, vigilaba las casas que tenían un letrero de latón, con la leyenda: “Afiliado al Cuerpo de Serenos”.La celaduría costaba 5 pesos al mes. Cuando los rateros dejaban de oir el pito del sereno, sabían que ya se había quedado dormido en la terraza y podían robar tranquilamente.

Rara vez el sereno capturaba a un ratero, pero cuando lo hacía, era un gran evento: el sereno encabezaba la marcha de entrega del ladrón a la comisaría, seguido por los peláos del barrio; coautores de la hazaña, pues ellos lo habían correteado y perseguido, gritando: “cójanlo, cójanlo”. El tráfico se paralizaba, los carros paraban para ver al ‘delincuente’, los perros callejeros ladraban, la gente salía a ver cuál era el alboroto; le gritaban improperios y el pobre diablo, que se había robado una sobrecama y dos camisas viejas, padecía un via crucis, hasta el sitio donde lo esperaba el policía, quien luego de darle un par de bolillazos en los glúteos, lo soltaba “por falta de pruebas”. Los rateros eran diletantes y cobardones. Recuerdo una vez, cuando niño, que en mi casa del Centro: un ratero entró hasta el dormitorio de mis padres y la luz de su foco de mano despertó a mi madre. Ella saltó de la cama y lo persiguió por toda la casa; pero escapó volándose la paredilla, dejando tirada en el piso la billetera que había robado y huellas de almohadas, que llevaba atadas a sus pies para no hacer ruido. Eran los rateros de antes; para enfrentar a los cuáles, bastaba un pito y una varilla de hierro. ¡Eran otros tiempos!

Por Antonio Celia C.
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