La muchacha, la sirvienta, la melega, la manteca, formas despectivas de llamar a quienes trabajan en el servicio doméstico, hacen referencia a una mujer que se levanta todos los días muy temprano para llegar al trabajo antes de que la señora de la casa tenga que incomodarse.
Planchan, quitan telarañas, cocinan para esposos que no son los suyos, limpian casas que no son las suyas, cuidan niños de otras mujeres, mientras los suyos preparan solos el arroz antes de ir a la escuela o son dejados en el pueblo al cuidado de la abuela, con la ilusión de que en Navidad, su madre, la sirvienta, llegue con una muda de ropa nueva y una muñeca.
Algunas deben vivir en la misma casa de sus patrones, donde comen en la cocina un menú distinto, en ocasiones con una cuchara reservada solo para su uso, como si tuviese tuberculosis. Le asignarán un cuartico diminuto sin ventanas, donde dormirá y pasará el insignificante tiempo libre.
Tendrá que madrugar para servir, siempre tener voluntad para todo lo que se le pida, no descansar y estar disponible incluso en las noches, por si acaso a la señora se le ocurre encargarle algún favor, sonriente y con un tono dulzón, al que jamás podrá decir que no. Los favores de los patrones, en realidad, son órdenes incuestionables. Y así la llamen en diminutivo, por cariño, como para rodear de calidez todo, Rosita, o como se llame, sabe que a ella la mandan y ella obedece. A lo mejor, una que otra vez maldice su destino.
Tendrá que vestir un uniforme que no desea, porque ella no es una bruta y sabe que la verdadera razón para portarlo se relaciona con una advertencia de clase. Un uniforme que señaliza su cuerpo ante los demás, que la pone evidencia diciéndole a todos que ella no hace parte de esa familia, que ella no es como ellos. Una estética que identifica al dominante y al dominado.
Levantará en brazos a los niños, mientras sus madres caminan elegantes, con sus pelos bien planchados, brillantes, y ella atrás, cargando al berrinchoso y limpiándole los mocos, sin demostrar asco por una criatura que no es de ella.
No podrá conocer el cansancio y debe parecer feliz. Sus patrones esperarán siempre su gratitud y lealtad por el buen trato, como si fuese un regalo que le hicieran, como si fuesen sus benefactores.
Y ella, que les sirve día tras día, verá su gratitud en un pago paupérrimo, en un salario miserable, sin reconocimiento de horas extras, sin descansos, sin las mínimas garantías.
En los peores casos, además, tendrán que soportar que los jovencitos, los hijos de sus patrones, inicien la vida sexual usando sus cuerpos cansados, tocándolas cada vez que pueden, vendiendo una ilusión que nadie compraría.
La mayoría son mujeres negras, porque la pobreza en este país tiene color de piel. Crecen en las ciudades y desde niñas saben su destino. Todo el barrio vive de lo mismo. Otras vienen del campo, como vendidas, desde muy jóvenes. Del camino de otras se ha encargado la violencia: en un país donde al menos el 10% de la población es desplazada, dejaron de ser campesinas para volverse sirvientas. Sin derechos laborales, la servidumbre es una forma de esclavitud legitimada en nuestras prácticas cotidianas.
Por Claudia Ayola
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