Ha cambiado, no hay duda, eso lo notan quienes han vivido en ella toda la vida y quienes, como yo, se fueron un día y escogieron regresar, ante las protestas y las caras atónitas de amigos y colegas que no entendían cómo alguien podía tener en sus manos un futuro bien pagado en París o Nueva York, lugares que existían, sitios que tenían peso específico y sobre los cuales nadie se confundía acerca de su ubicación y su importancia y realidad, y trocarlo por volver a ese otro lugar cuyo nombre, ¿cómo era?, era impronunciable para esos gringos o franceses, que se enredaban en la sucesión de erres, cu y eles, que ellos pronunciaban algo así como ‘barankuila’, un nombre, además, con un diminutivo al final, un sufijo reductor que ponía seriamente en duda el prestigio del lugar y la cordura del viajante, más aún en aquellos años en que no había Shakiras ni Sofías a las que se pudiera señalar en una revista o una pantalla y decir con algo de satisfacción, miren, yo soy de allí, de donde son ellas, sino que había que explicar que quedaba en el norte de esa otra irrealidad que se llamaba Colombia, y había que añadir que no, no vivíamos en árboles y que sí, sí teníamos televisión por cable y fluido eléctrico y esas cosas, que se equivocaban quienes me vaticinaban una existencia vagamente garciamarquiana, refugiado del bochorno bajo un árbol de tamarindo, apagando a manotazos la vida de los mosquitos y deslizándome plácidamente en un destino tibio de señorito tropical, aunque eso último ya no lo decían los amigos de afuera, sino los reencontrados al retorno, que tampoco comprendían para qué tanto estudio en el exterior, para qué tanto esmero en alejarse para después volver a embrutecerse entre el calor y la arena de la aldea, que no daba señales de despertar de su marasmo de décadas, sino más bien de complacerse de su mediocridad y su retraso, como si la explicación del buen vividero estuviera en la renuncia a la ambición y la tolerancia con el caos, en entregarse a las migajas que dejaba el comercio y las tajadas que repartía el gobierno, porque todavía no podía decirse, como por fin podemos decir ahora, con cautela, como si no nos lo creyéramos del todo, este lugar ha cambiado, pasó de no figurar en el mapa a estar en cierta forma en el centro de él, produciendo, pues no podría ser de otro modo, nuevos desafíos, nuevos problemas, nuevas perplejidades de las que habrá que ocuparse, pero que en esta semana de aniversario he decidido olvidar para celebrar que llega a su adolescencia de ciudad en números redondos aunque equívocos, pues quién puede calcular a ciencia cierta la edad de esta villa que nunca fue fundada, sino ocupada de manera orgánica y natural por la sed y el cansancio, para por unos días no pensar en aquellos retos sino festejar con cariño sus cambios, admirarlos con una esperanza que de ordinario me elude y soñar que quizá nosotros también hemos cambiado, y que si no nosotros, al menos sí quienes nos sucedan serán distintos, y nunca más tendrán que justificarle a nadie su pertenencia a esta ciudad singular que nos tocó por patria y que nos hizo a golpes de calor y polvo y desilusiones, pero también de brisa y de alegría.
Por Thierry Ways
@tways
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