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CARTAGENA. Pasa el ‘diomedazo’ sonando a todo timbal. Y se oye el grito múltiple de los que van en la chiva rumbera: ‘ayyy, hombeee’, por la Calle de la Artillería, donde los de afuera se arremolinan para subir las murallas, desde las cuatro de la tarde, a ver morir el sol en el mar.

Suenan los cumbiamberos del rebusque en la Plaza de Bolívar, frente al Palacio de la Inquisición. Los tambores del mapalé revientan en la noche y se escucha el grito de la mulata cuajada, que baila como electrificada, y hace disparar a los asistentes las fotos de sus celulares.

Canta el bohemio de la guitarra, que se ‘guinda’ de un carruaje de coche jalado por caballo, por la Plaza de Santo Domingo, para que los arrellenados veraneantes, como gentilhombres de los siglos idos, le regalen una moneda, tras su serenata incompleta de una cuadra y media.

Por los cielos revientan luces de colores de una fuente pirotécnica. Estos juegos de pólvora son recurrentes en la ciudad para abrir o cerrar cualquier evento.

Es temporada de turismo. Son tiempos agitados. Las noches son largas. Los días soleados. El de esta ciudad es el ruido de la fama. El ruido de la temporada, que unos detestan y otros anhelan. A unos perturba, pero a otros les llena el bolsillo. A unos desquicia, a otros divierte. La ciudad apetecida. Que se hace sonido. Del bueno y del trepidante.

Música de ángeles

Por ejemplo, algunos instrumentos musicales enamoran las noches en la Plaza de San Pedro Claver, donde el Festival Internacionaltrae artistas del mundo no parecen perturbar el sueño eterno del Santo de los Esclavos, que yace en una urna del templo colonial. Tampoco fastidia a los que van a oír a los maestros tocar. Es música de ángeles, que engalana plazas, teatros y antiguos conventos.

Más allá, en el kilometro 4, en la zona norte de la ciudad, otra música rompe corazones. Es el Festival de la Música Electrónica, que produce una ‘epidemia’ de amantes del ruido extremo. Una música que palpita en las paredes del corazón de los que bailan como extasiados, con sus pintas, aretes y tatuajes. Son tan potentes y continuas las parrandas de la música sin letra que el alcalde Manolo Duque ordenó a su secretario del Interior acabar con los escándalos de los parranderos de la temporada que no dejaban dormir a los más zanahorios de la Zona Norte, entre La Boquilla y el sector conocido como Los Morros, en la vía que conduce a Barranquilla.

El funcionario detectó 150 vehículos con exceso de ruidos y estacionamiento en áreas de playa.

El escritor y periodista Albero Abello, un agudo comentarista del acontecer de la ciudad, escribió el sábado en su columna del diario El Universal: 'Los gigantescos trancones viales, la especulación sin medida en los precios de bienes y servicios, las apretadas multitudes en calles, playas y murallas, la depredación del espacio público y el ruido desaforado son algunas de las molestias que cada año se imponen a la población'.

Pero si Abello y otros muchos más están contra el suelo por la barahúnda que trae la temporada; otros están de plácemes. Como la directora de la Corporación de Turismo, Zully Salazar, quien dijo a mediados de diciembre, que a la ciudad le iban a llegar 250.000 turistas durante el final de año.

Ni se diga de los taxistas, vendedores de chucherías y artesanías que invaden andenes y plazas; y hoteleros que reportaron entre el 90% y 100% de ocupación. Son los ganadores de la temporada.

El ruido va y viene por estos días. En la periferia, los picós tampoco dejan descansar el sueño de muchos. Las fiestas se prolongan.

En medio de la oleada sonora de la temporada, un hombre puede dormir. Es uno de los pocos, es un joven sin hogar, que hace un ‘sueño real’, tirado, sobre las fotos de las reinas que tapizan el paseo peatonal de la sede del Concurso Nacional de la Belleza, en la ciudad de murallas. Mientras el oropel, el gasto desaforado y el ruido no deja dormir a los visitantes, él que poco tiene, se sumerge en sus sueños y se rinde, ‘se va’ de este mundo, por unas horas.

Esta es Cartagena. La ciudad del ruido y del sonido de los ángeles.