
La ley del Montes | ¡No todo vale...!
Racismo, amenazas a la libertad de expresión y promesas irrealizables, tres grandes males de la campaña presidencial.
Ahora que se acerca la primera vuelta presidencial –luego de las elecciones parlamentarias y de las consultas interpartidistas, que sirvieron para reacomodar el ajedrez político– es bueno que los candidatos dediquen sus mayores esfuerzos a convencer a quienes van a gobernar en los próximos cuatro años. Y ello significa bajarle el tono a la pugnacidad y concentrarse en sus programas y propuestas, que es lo que en realidad debe importar en una elección. Si los candidatos dejan de lado los insultos y las agresiones, es muy probable que sus seguidores –ojalá todos– sigan su ejemplo. La línea de comportamiento debe venir de quienes aspiran a suceder a Iván Duque a partir del próximo 7 de agosto.
Una campaña presidencial no puede ser una guerra campal. El debate electoral no puede convertirse en una pelea entre “cuchilleros”, donde todo vale. Es necesario que los candidatos le bajen el tono a los epítetos y señalamientos contra sus adversarios, azuzados por sus seguidores en redes sociales, que ahora fungen como sus jefes de debate. Quienes deben mostrar el camino son ellos y no quienes desde Twitter no hacen cosa distinta que echarle fuego a la candela. La cordialidad y el respeto entre los rivales debe primar sobre sus diferencias. La contienda política no puede prestarse para causar heridas que no se puedan curar en los próximos años, ni tampoco puede servir de tierra abonada para que los perdedores conviertan al nuevo gobernante en objeto de todo tipo de agresiones.
En la contienda electoral los críticos no son enemigos, como de forma errada interpretan los seguidores de los distintos bandos. Graduar de enemigos a quienes ejercen su derecho a la libertad de expresión –por implacable que sea– solo sirve para alimentar odios y resentimientos. En un sistema democrático, el gobernante y quienes aspiran serlo deben tener un nivel de tolerancia superior al de los gobernados. Por muy poderoso que sea un medio de comunicación jamás tendrá el poder de quien está al frente de los destinos del país. ¿Quién garantiza que un candidato atrabiliario y déspota no será un gobernante atrabiliario y déspota?
En esta campaña —como en ninguna otra– hemos visto graves expresiones de racismo, especialmente en las redes sociales. ¡El racismo no puede permitirse en Colombia, ni en el mundo! Nadie puede ser objeto de burlas y agresiones por el color de su piel. Quienes así se comportan deben recibir –para empezar– una contundente sanción social. La Justicia también se encargará de castigar de manera drástica a quienes han hecho uso del racismo para agredir a quienes piensan distinto.
Un candidato no puede valerse de la mentira como herramienta para engañar incautos. La oferta electoral de los candidatos debe basarse en estudios serios y en hechos objetivos. Vender humo es irresponsable y peligroso, porque alimenta falsas expectativas que jamás se podrán cumplir. El único colombiano que se ha dado el lujo de construir casas en el aire es Rafael Escalona. Y la que hizo en forma de paseo vallenato le quedó preciosa. Todos los demás mortales, mucho más si se trata de candidatos presidenciales, solo deben prometer aquello que pueden cumplir. Nada más.
¿Qué hacer para que en la campaña presidencial no se imponga la perversa premisa según la cual todo vale con tal de obtener el triunfo?
Toda persona tiene derecho a expresar su opinión con absoluta libertad, sin temor a recibir algún tipo de sanción o represalia por ello. Igual sucede con un colectivo o una agremiación. En un sistema democrático la libertad de expresión se respeta. Atentar contra este principio universal es simple y llanamente censura. Punto. ¿Es ilimitada la libertad de expresión? Sus límites están establecidos en el Código Penal. Cuando quien haciendo uso de la libertad de expresión incurre en injuria y calumnia recibirá la sanción contemplada en la normatividad existente. Cuando se trata de la relación entre gobernantes –o aspirantes a serlo– y medios de comunicación, el nivel de tolerancia del primero debe ser extraordinario.
El gobernante –o quien pretenda serlo– no es juez del medio de comunicación, ni debe tampoco definir su línea editorial. El juez más implacable que tiene un medio de comunicación es su audiencia. Si hace bien su tarea lo acompañará, si la hace mal lo abandonará. Así de simple. El medio de comunicación se juega su patrimonio –que no es otro que su credibilidad– todos los días. No es un candidato –por poderoso que sea– quien condena o absuelve a un medio de comunicación.
Los gobernantes en su inmensa mayoría son intolerantes con quienes los critican. Igual actitud asumen quienes aspiran gobernar. Hay gobiernos que hacen sentir su poder desatando una persecución criminal contra todos aquellos que osan cuestionar la “verdad oficial”, como ocurre en Venezuela o Nicaragua, donde líderes opositores han sido encarcelados y medios de comunicación han sido clausurados por el régimen. Otros gobernantes –más demócratas– también se hacen sentir contra sus opositores o contra los medios de comunicación que asumen una posición crítica. En tiempos de Ernesto Samper –por decisión del gobierno– desapareció el noticiero QAP de Televisión, que se había convertido en el más duro crítico del proceso 8.000.
Durante el mandato de Álvaro Uribe, aquellos periodistas que cuestionaban sus medidas eran señalados por allegados al gobierno como “amigos de los guerrilleros”, mientras que en tiempos de Juan Manuel Santos, quienes cuestionaban la negociación con las Farc eran señalados de “enemigos de la paz”. Los gobernantes –todos, sean de izquierda, derecha o centro– tienden a ser generosos con quienes los adulan y ser implacables con quienes los cuestionan. Por ello es tan importante que tengan absoluto respeto y apego por el principio universal de la libertad de expresión. Sin libertad de expresión no hay democracia.
Siete de los actuales aspirantes a la Vicepresidencia del país son afrodescendientes. Nunca antes habíamos tenido un número similar de aspirantes a suceder al presidente de la república en caso de que se presente su ausencia temporal o definitiva. Es otro de los logros de la Constitución de 1991, que estableció la igualdad ante la ley de todas las personas, independientemente de su sexo, raza, religión, pensamiento político o creencia religiosa. En otras palabras, proscribió la discriminación en el país. Por ello es que resultan inaceptables y reprochables las manifestaciones racistas en contra de la candidata vicepresidencial Francia Márquez.
Quienes han asumido comportamientos raciales intolerantes en contra de la fórmula vicepresidencial de Gustavo Petro deben asumir las consecuencias legales derivadas de dicha conducta. La sanción social también debería ser implacable en su contra. Una cosa es controvertir los planteamientos y las propuestas de Márquez, y otra muy distinta es mofarse de ella por su raza. Lo primero es perfectamente legítimo, lo segundo es repudiable desde todo punto de vista. La lucha por la igualdad tanto en el mundo como en Colombia no puede ceder terreno. Un milímetro que se les ceda a los intolerantes significa décadas de retroceso en la lucha contra la discriminación.
La oferta electoral de los candidatos debe ser responsable y realista. Ofrecer lo que no pueden cumplir contribuye a crear falsas expectativas, que podrían culminar en graves conflictos sociales. No todo vale en el afán por aumentar el número de potenciales votantes. Las relaciones entre candidatos y electores deben basarse en el respeto. Y la mejor manera de respetar a los votantes es no diciéndoles mentiras. Hay promesas que no se pueden cumplir, por más voluntad que tenga el candidato. No es un asunto de falta de voluntad, sino de plata.
Los trenes aéreos entre Buenaventura y Barranquilla no se han construido no es por falta de voluntad, sino de recursos. Pero, además, también por definición de prioridades, entre otras razones. “Darle empleo a todo colombiano que lo necesite” no pasa de ser una iniciativa bien intencionada, pero irrealizable. No hay forma de materializar ese sueño. ¿Qué tipo de empleos serían? ¿Serían dignos? ¿De dónde saldrían los recursos? ¿De los ahorros que están en los fondos privados de pensión, como alegremente pregonan? ¿Saldrían de los dineros aportados por millones de colombianos en las últimas décadas y que hacen parte de sus ahorros? ¿Saldrían de las empresas a las que obligarían a repartir dividendos entre sus accionistas? ¿Cómo crecen dichas empresas? ¿Cómo ejecutan un plan de expansión proyectado con solidez y responsabilidad hacia el futuro?