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Ojalá tenga éxito la Ministra de Justicia en su propuesta de depurar el ordenamiento jurídico de normas desuetas, absurdas, inútiles o manifiestamente inconvenientes.

A eso se llegó por la manía, al parecer irreformable, de estar legislando a diestra y siniestra, creyendo ingenuamente que con leyes a tutiplén cambiamos la realidad.

Ignoro en qué momento nos dejamos llevar por ese peligroso ímpetu de creer que gobernar es legislar. Es el mal del fetichismo normativo. Los parlamentarios creen que nada han hecho si no presentan cualquier proyecto de ley o de reforma constitucional, olvidando que en un Congreso moderno más importante que legislar es ejercer control político.

También hay en la Constitución disposiciones inertes, que dado que no se cumplen plantean una disyuntiva: deberían hacerse realidad –con todas sus consecuencias– o derogarse.

La Constitución de 1991 estableció como causal de pérdida de investidura –con la consiguiente muerte política– el tráfico de influencias, que se da, entre otros eventos, cuando se hacen recomendaciones burocráticas al Ejecutivo.

Es una norma violada en la práctica: ningún Gobierno ha dejado de repartir puestos entre los parlamentarios, bien sea para aprobar una reforma constitucional, o una ley, o impedir o dirigir un debate de control político, o para buscar apoyos o coaliciones.

El más reciente es el del hermano de una senadora –designación, al parecer, revocada– nombrado en el servicio exterior.

De ese tráfico de influencias congresional no se salvan ni los organismos de control, ni el aparato judicial.

¿Alguien diría que en este y en muchos casos más, en nada influye para la designación la calidad de congresista del buen miembro de familia? No lo creo. ¡Y es que si se aplicara esta causal de pérdida de investidura de modo general se llegaría a una revocatoria integral del Congreso por tráfico de influencias en los parlamentarios!

Es más sensato admitir que se busca el poder para ejercerlo, y que las recomendaciones son pan de cada día en ese ajetreo. Sería más sano derogar la prohibición que mantener la farsa no aplicándola, o haciéndolo de manera aislada y selectiva.

Lo mismo ocurre con la prohibición general para los servidores públicos de intervenir en política. Como secuela del uso indebido del poder para torcer realidades políticas durante la violencia, el plebiscito de 1957 estableció que los cargos públicos solo podían proveerse mediante carrera administrativa, y que a los empleados oficiales les estaba prohibido intervenir en asuntos de carácter político.

Esa prohibición perdió su razón de ser cuando se permitió la reelección inmediata, pues al más encumbrado de los funcionarios –el Presidente– se le permite, sin tener que retirarse, intervenir abiertamente en su propia campaña electoral.

Se llega así al absurdo de que el Jefe de Estado puede hacer proselitismo a su favor, pero un gobernador o alcalde no lo puede hacer en beneficio de un tercero.

En este campo la situación no puede ser más contradictoria. El Primer Magistrado puede ir a las convenciones o congresos de los partidos, pero no pueden hacerlo gobernadores, alcaldes o secretarios de despacho.

Ha habido muchos funcionarios de menor rango destituidos por expresar sus simpatías por un candidato. A un gobernador del Valle se le destituyó por permitir que durante una reunión de alcaldes pasara fugazmente Andrés Felipe Arias, siendo apenas precandidato presidencial conservador.

Por contraste, una figura que goza de muy buena imagen como el gobernador Sergio Fajardo le concede a Yamid Amat un reportaje no propiamente sobre la administración de Antioquia, sino sobre temas claramente políticos, incluida una crítica abierta a la gestión del Presidente.

¡Pero –parece un chiste– sobre eso nadie dice ni mu! ¿No sería mejor bajar el telón de la farsa?

Por Alfonso Gómez Méndez