El Heraldo
La carrera 26A es la vía de casi 1 kilómetro en doble sentido donde se asentaron las primeras 150 familias del barrio. La gran cantidad de árboles mantiene fresca la zona. Charlie Cordero
Barranquilla

El barrio más pequeño de Barranquilla consta de una sola calle

El asentamiento inició con 150 familias que compraron los lotes a una cooperativa Vecinos afirman que la inseguridad es su principal problema.

Recorrer La Libertad solo toma 10 minutos a pie. El barrio está asentado sobre una única vía de un kilómetro de extensión, que comienza en un barranco de maleza y escombros y baja en dirección contraria en una pendiente que termina en una pared de la calle 72B.

La primera casa está abandonada. Las paredes están derruidas y el techo hace rato que se fue por el precipicio. La familia que la habitaba fue reubicada por el Distrito al estar en zona de alto riesgo por deslizamientos.

Un muro de contención con columnatas de metal evita que los vecinos se acerquen a la ladera y sufran un accidente, pero también debe cumplir otra función: mantener a raya a los que suben por el despeñadero.

Desde el ‘mirador’ se alcanza a observar un domo amarillo ubicado en la vía que conduce a Galapa, que más se asemeja a la Cúpula de la Roca en Jerusalén que a un lugar de almacenamiento de clínker, materia prima de Ultracem para fabricar cemento. En la falda de la loma también se aprecia el ‘pesebre’ que conforman las casas de los barrios Por Fin, La Manga y Me Quejo.

Para los residentes de La Libertad, en Barranquilla, los “peligrosos” asentamientos que los rodean tienen al barrio en un momento crítico con una creciente ola de atracos. Por eso la barrera tiene incrustados en el rústico arquitrabe, una serie de picos de botella en punta para amedrentar a los invasores, “pero eso no sirve para nada”, reconoce Ruby Muñoz.

La comerciante de 50 años vive hace 14 en una casa colindante con el barranco.

“Cuando compré no sabía que estaría en situación de riesgo. Estamos haciendo los trámites para mudarnos antes de que pase una tragedia”, cuenta Muñoz en la sala de su casa, sin quitarle la vista de una lavadora a la que intenta arreglarle una pieza.

La comerciante afirma que lo que más le preocupa es la inseguridad que vive el barrio, “sobre todo en la calle 79A porque por ahí bajan los atracadores y se pierden en una calle destapada”. Asegura, quitando por primera vez la vista del aparato electrónico, que ni siquiera la Policía se atreve a bajar por ahí.

Sin embargo, la situación no siempre fue así en el que es considerado uno de los barrios más pequeños de la capital del Atlántico.

El nacimiento

Cada casa de La Libertad debe comenzar su dirección con la carrera 26A, porque todas están construidas en las orillas de esa vía. Lo particular es que esa carrera solo  existe en ese barrio, en ninguna otra parte de Barranquilla sale. Aunque es una sola vía, toca siete calles desde la 79A hasta la 72B. Colinda con el barrio El Silencio desde la carrera 26 y con el Carlos Meisel a partir de la 26B.

Onofre Arrogocés cuenta que todo comenzó en 1964 cuando una cooperativa compró la franja de terreno a una empresa llamada Molinos Roncallo .En esa época contaba con  32 años y estaba recién graduado de delineante de arquitectura.


Onofre Arregocés es uno de los primeros habitantes.

“Esto empezó con 150 familias que fueron escogidas cuidadosamente para evitar problemas de convivencia o que se mudaran personas que fueran a dañar el barrio. Revisamos hasta los antecedentes para estar seguros”, relata el pensionado sentado en la terraza de su vivienda de una planta.


Recorte de diario donde se muestra a un grupo de pioneros de La Libertad.

La sombra de un laurel se proyecta sobre la casa de esquina vivienda. Arregocés está arrellanado en una silla plástica, se deleita con los recuerdos y la posibilidad de recordar la historia.

“El Silencio era puro monte y eso permitía que esto estuviera lleno de culebras: cascabel, mapaná, coral. Era complicado dormir de noche escuchando los cascabeles sonar”, evoca el hombre de 84 años, como si volviera a tener en sus manos el machete con el que fue acabando la amenaza de la fauna local.

Poco a poco fueron levantando las casas con material y acondicionando la zona, aunque los primeros años les fue difícil debido al poco crecimiento de la ciudad en ese sector y por consiguiente carecían de cosas básicas.

“Debíamos caminar hasta la carrera 38 para tomar un bus de Delicias-Olaya. El agua teníamos que traerla cargada en los hombros cerca de dos kilómetros porque no llegaba hasta acá”, expresa Arregocés.

Para solucionar esos impases recogieron dinero entre los vecinos para ir solventando las complicaciones que se les presentaban. Así metieron la tubería de agua y alcantarillado, y pavimentaron las calles.

“Todo lo construimos nosotros, hasta el colegio. No le debemos ni un peso al Distrito”, dice con orgullo. Pero la situación fue cambiando con el paso del tiempo. Muchos vendieron sus casas y la ciudad siguió creciendo hacia otros sectores.

Problemas

Al frente de Arregocés hay un pedazo de Rosario, provincia de Argentina, metamorfoseado en una farmacia y una perfumería.

Argen-Farm (así se llama el lugar) es regentado por Beidum Musre, un argentino que llegó a Colombia hace más de 10 años. El comerciante cuenta que salió de su país cuando se dio la crisis de 2001.

“Quise salir de vacaciones a dar una vuelta. Llegué a Perú y luego hasta acá. En Barranquilla me casé y ahora tengo un nene de 8 años, y hasta ahora me ha ido bien”, relata el ciudadano extranjero desde detrás del mostrador.

El hombre atiende a una vecina que le compra un cojín de acondicionador. Termina de despachar a la clienta y afirma que la situación del barrio se ha puesto complicada.

“Los parques están abandonados, las motos pasan a toda velocidad y lo peor es la sensación de inseguridad a cada momento”, advierte el rosarino de 65 años.

Una sensación parecida tiene Imera Rocha Arteta. Está sentada en la terraza de su casa en la calle 73, “cogiendo fresco” bajo la sombra de dos guayacanes que afirma haber traído desde su natal Juan de Acosta.

La mujer de 86 años manifiesta que durante el día debe tener la puerta cerrada para estar tranquila. Recuerda que su lote de 13 metros de frente por 25 de fondo lo compró a la cooperativa por $1.400 e iba cancelando de $200 mensualmente.

“Entonces las cosas eran diferentes, la gente tenía honor y palabra. Todas esas cosas se han ido perdiendo. Cuando decidimos formar el barrio las personas debían hacer su fachada de material bien bonita, no importaba que adentro tuviera las paredes echas de cartón”, indica la mujer.

Con el paso de los años son pocos los habitantes originales que van quedando y el recuerdo de la creación del barrio se va diluyendo. Rocha cuenta que el nombre se lo puso el fundador Ebeth Martínez.

“Como allá en El Silencio era gente callada, nosotros acá teníamos la libertad de hablar. Por eso le pusieron el nombre”, explica riéndose y levantándose de la silla para resguardarse en su vivienda.

La tarde cae en el barrio de una sola carrera. Con la falta de luz las calles se vuelven solitarias y pocos se aventuran a salir, como en las épocas en que La Libertad estaba rodeada de monte en el que se escondían las culebras. La diferencia es que ahora andan en moto y ‘escupen su veneno’ desde bocas de hierro.  

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