
Para los medios de comunicación resulta providencial que la realidad los provea de sucesos abrumadores –especie de tsunamis noticiosos– como el que acabamos de vivir: la muerte trágica de Chávez, la reacción desbordante de sus devotos partidarios en Venezuela y el propio vasto despliegue informativo acerca del hecho en el mundo entero, pues este despliegue informativo no sólo se convirtió a continuación él mismo en noticia sino que expandió, a un nivel planetario, el radio de acción de la reacciones sensibles de la gente, lo que a su vez se convirtió también de inmediato en noticia: en fin, una espiral vertiginosa.
Así son, qué vaina, las leyes del negocio: todo (o casi todo) cuanto sucede cada día en el mundo, pero en especial los sucesos del tipo del que hablo, son sólo material para alimentar los contenidos de los mass media. Eso todos lo sabemos.
Pero en lo que tal vez no hemos reparado bien es que (aunque suene a terrible paradoja) estas tragedias que afectan a toda una colectividad resultan a la larga catárticas, tanto para la propia colectividad inmediata y directamente afectada por ellas, como para el resto de la población global que observa, 'en primera fila', esos desgarramientos, esas muestras masivas y desesperadas de dolor.
Ante tales desgracias, podemos volcar en público, sin la menor restricción ni pudor, todo nuestro sentimentalismo, todas nuestras más profundas y estremecidas emociones, todo nuestro llanto, nuestras voces de dolor, de orfandad y de impotencia. En la muerte de personajes públicos como Chávez, lloramos al personaje público, por supuesto, pero también descargamos en ese llanto –arrancados y arrastrados por éste– otros llantos terribles que teníamos reprimidos y aplazados en el fondo del alma.
Ahora bien, lo que no ha dejado de causarme perplejidad es lo siguiente: ¿por qué a Chávez se le otorgó esa dimensión lo bastante magna para que incluso los principales medios del mundo le dedicaran verdaderos cubrimientos especiales a su muerte? Sí, sabíamos que Chávez era una figura famosa.
Pero, por fuera de América Latina (donde, por otra parte, tampoco era unánime su aceptación), la suya era –con algunas más bien individuales excepciones– una fama oscura: el llamado mundo libre lo veía como un dictadorzuelo zafio y de mal gusto, que atropellaba las libertades públicas y la democracia, se descalabraba en su gestión económica, promovía y se beneficiaba de la corrupción, y amparaba guerrilleros y otros delincuentes (cito lo que de él se decía).
¿Por qué, pues, se rindió ese llamado mundo libre a su genio y figura en la hora de su muerte? ¿Por qué le dieron ese tratamiento de una personalidad histórica mayor, de un coloso de la historia?
¿Puro oportunismo mediático, consistente en un trato severo y crítico en la discreta sección editorial, mientras ahora le consagraron páginas y páginas, e interminables horas televisivas y radiales a su apoteosis final?
Por Joaquín Mattos O.
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