Editorial

No más exclusión para personas con discapacidad

Más de 133 mil personas tienen algún tipo de discapacidad en el Atlántico. El 5,3% del total de la población del departamento que, en su gran mayoría, soportan situaciones de pobreza y exclusión. Merecen ser visibilizadas como ciudadanos que aportan a nuestro desarrollo socioeconómico.

En Colombia, más de 2,6 millones de personas mayores de cinco años, el 5,6 % del total de la población, tienen algún tipo de discapacidad. En el Atlántico, son 133 mil. Buena parte de ellas, a pesar de que se concentran en zonas urbanas, son prácticamente invisibles para el resto de la sociedad. Marginados por sus limitaciones físicas, intelectuales o mentales, sus hogares afrontan elevados índices de informalidad laboral, bajos logros educativos y rezago escolar, que los exponen a obstáculos de todo tipo, impidiéndoles desarrollar sus potencialidades, sobre todo a las mujeres, el porcentaje más significativo.

Esta medición actualizada del DANE ofrece una mirada mucho más completa acerca de las características sociodemográficas, económicas y las situaciones de vida de las personas con discapacidad en el país. Los datos obtenidos constituyen un insumo valioso para los gobiernos, en sus distintos niveles, siempre convocados a definir políticas públicas cada vez más efectivas dirigidas a superar, de manera progresiva, las injustas brechas estructurales que vulneran sus derechos, negándoles mínimas oportunidades.

Ahora bien, no se trata solamente de diseñar y construir infraestructura inclusiva en entidades oficiales o espacios públicos, que buena falta sí que hace, debido a que nuestras ciudades son lo más parecido a trampas humanas que ponen en constante peligro la circulación segura de esta población. La gran apuesta para consolidar la inclusión de las personas con discapacidad debe orientarse a la erradicación de prácticas socioculturales o normas sociales que perpetúan actitudes discriminatorias, excluyentes y estigmatizantes que terminan por reproducir perversos estereotipos, mecanismos de aislamiento e incluso, aberrantes formas de violencia contra estas personas.

Vergonzosas actitudes que laceran la dignidad humana, pero que sobre todo revelan lo peor de una sociedad que dice ser moderna, pero se niega a reconocer el enorme aporte de estos ciudadanos al desarrollo económico y social de su entorno. ¿Hasta cuándo tanta inhumanidad? Las personas con discapacidad tienen todo el derecho, como usted o como yo, a vivir de forma independiente, e incluidas en su comunidad, de obtener servicios educativos y sanitarios con calidad y oportunidad, de conseguir empleo decente y de ser tenidas en cuenta en la toma de decisiones que las afecten.

La pandemia se ensañó, especialmente, con ellas, agudizando su exclusión sistémica. Si en condiciones normales, ya tenían que hacer frente a enormes dificultades para acceder a una oferta de salud o de educación -condicionada también por su situación de pobreza-, durante el confinamiento sus reducidas posibilidades de aprendizaje, sobre todo en el caso de los menores de edad, se limitaron mucho más por su falta de acceso al mundo digital. Mientras los adultos fueron los primeros en perder sus trabajos o ingresos. Niñas y mujeres, doblemente discriminadas, encararon mayores riesgos de abusos y violencia. Derechos humanos fundamentales vulnerados una y otra vez, reconocidos apenas en el papel que transcribe normas y tratados, que dicen protegerlos.

Los imprescindibles datos del Dane le brindan a los tomadores de las decisiones públicas en Colombia una nueva oportunidad de asumir con visión de desarrollo inclusivo el futuro de las personas con discapacidad. Gobiernos, sector privado y sociedad civil deben articular renovados esfuerzos para garantizar su inclusión social, productiva y, principalmente la educativa de niños y jóvenes, que debido a la falta de recursos económicos o de una oferta adecuada resignan su deseo de formarse. Promover estrategias que favorezcan una economía del cuidado en el interior de estas familias es otra prioridad para redistribuir las cargas que suelen recaer solo en las mujeres, quienes al quedarse por fuera del mercado laboral ahondan su precariedad económica.

Si estos ciudadanos no logran participar plenamente en todas las esferas de la vida, sus extremas vulnerabilidades socioeconómicas seguirán siendo heredadas por sus sucesivas generaciones, una afrenta que ninguno de nosotros, por razones éticas y morales, deberíamos permitir.

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