La maldad y sus cómplices
Dos lecciones debemos extraer en el 25 aniversario de la muerte de Pablo Escobar. La primera, por muy pueril que suene, es que era malo. La segunda, que la sociedad en su conjunto no actuó con altura frente a él.
La ominosa sombra de una de las épocas más siniestras de la historia de Colombia planeó de nuevo ayer sobre el país, con motivo del 25 aniversario de la muerte de Pablo Escobar.
El capo del narcotráfico, responsable de un sinnúmero de crímenes a lo largo y ancho del territorio nacional, llevó al Estado al borde de la aniquilación institucional mediante una campaña violenta de eliminación de todo aquel que osara oponerse a sus designios.
Cualquiera podía resultar víctima de su barbarie: policías que osaban decomisarle un cargamento de droga, periodistas que denunciaban sus fechorías, jueces que fallaban en su contra, candidatos o ministros que se pronunciaban en favor de la extradición...
La extensa lista incluye un árbitro que tuvo la desgracia de conducir un partido que perdió el Deportivo Independiente Medellín cuando el equipo era propiedad del capo. O los 110 muertos en el atentado contra el vuelo 203 de Avianca en 1989.
Frente a semejante historial de sangre y maldad, lo mínimo que cabría esperar es que, un cuarto de siglo después de la desaparición de Escobar, hubiera un repudio unánime a lo que significó este personaje en nuestra historia. Desafortunadamente, son aún muchos –en Colombia y fuera de ella– los que se sienten fascinados por su biografía y llegan incluso a equipararlo al mítico Robin Hood, como hizo una revista cuando el capo ya mostraba con sus actos que era mucho más que un romántico salteador de los bosques.
A riesgo de sonar pueriles, una lección que debería quedar clara en este aniversario es que Pablo Escobar era malo. En estos tiempos líquidos que corren, marcados por el relativismo ético y la ambigüedad intelectual, a veces no está de más recurrir al lenguaje elemental con que se suele a enseñar a los niños a discernir entre el bien y el mal. Escobar era malo. Y punto.
Otra lección, quizá más importante, es que Escobar nunca habría llegado a ser quien fue sin haber tejido una red de complicidades, que alcanzaba a los estamentos más elevados del propio Estado. Y sin que buena parte de la población colombiana asistiera con pasividad, cuando no con abierta simpatía, a su enloquecida guerra por el poder.
Aplicando la magistral tesis que expuso la filósofa alemana Hannah Arendt en ‘La banalidad del mal’, tachar a Pablo Escobar de “monstruo” solo serviría para aliviar nuestra conciencia colectiva. No: el fue un ser muy humano, que pudo desarrollar su extraordinaria maldad gracias a la connivencia de buena parte del país. No de todos, por supuesto. Hubo héroes. Y a ellos debemos rendirles siempre tributo.
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