La dieta de la supervivencia por la inflación
Cuando muchas familias aún no superan sus problemas de seguridad alimentaria por la pandemia, sobreviene una nueva crisis debido al elevado precio de la comida, que se verá agravada por el alza de los combustibles. Reforzar la asistencia es clave para que no se pierdan los avances sociales alcanzados.
Ahora que la reactivación económica de Barranquilla y Soledad, donde continua recuperándose el empleo y se ejecutan programas sociales para los más vulnerables, permitió que cerca del 70 % de sus familias volvieran a consumir tres comidas diarias –esto en el trimestre marzo a mayo cuando hace un año lo hacía menos del 30 %, según el Dane– una nueva crisis de seguridad alimentaria despunta en el panorama. Sus alcances, aun impredecibles, empiezan a provocar cambios importantes en los hábitos de consumo de quienes, debido a la estrechez económica por la galopante inflación, se han visto obligados a dejar de comprar productos básicos de la canasta familiar, como carne de res, pollo, pescado o leche, considerados hoy verdaderos artículos de lujo, para adquirir lo más asequible del mercado: los granos y las verduras.
Recursivas estrategias enmarcadas en una ‘economía para tiempos de guerra’ derivada de un contexto adverso en el que convergen factores que se salen del control local. Desde los coletazos de la pandemia, los efectos de la invasión de Rusia a Ucrania, la creciente crisis energética que disparó el precio de los combustibles, hasta el nerviosismo de los mercados internacionales o la volatilidad del dólar por una eventual recesión global, pasando por los problemas aún no resueltos de la cadena de suministros y los siempre descomunales impactos del cambio climático, solo para mencionar algunos, que amenazan con empeorar la situación de millones de personas , las víctimas de la nueva crisis del hambre.
Aunque la gran mayoría, por no decir todos los hechos anteriormente descritos, tienen su origen lejos, bastante lejos de nuestro ámbito geográfico, el inevitable alcance de la globalización no nos permite eludir ni tampoco escapar de sus consecuencias. Conviene entenderlo, sobre todo para anticiparse al inminente efecto dominó que podría extender alzas en el precio de servicios y productos de consumo. Por tanto, la cotidianidad de nuestras familias, muchas de las cuales apenas estaban mejorando su condición socioeconómica, podría complicarse todavía más. Salvar el bolsillo del colapso, tratando de hacer rendir la comida, degustando el mismo menú en el almuerzo y la cena, cuando se puede, o ingiriendo un solo golpe sobre las 3 o 4 de la tarde, para engañar al estómago, mientras se acude a medidas, algunas desesperadas, para llegar a fin de mes, son parte de la actual realidad de nuestras amas de casa o jefes de hogar que son, sin duda, los nuevos héroes de estos duros tiempos de la inflación.
No es difícil imaginar el brutal impacto que estas determinaciones causan en el bienestar de los integrantes de hogares de Barranquilla y el resto del departamento. Acostándose cada noche con hambre, sin haber ingerido la suficiente cantidad de comida saludable para alimentarse adecuadamente ni para satisfacer sus necesidades mínimas, niños, jóvenes y adultos, en especial los de mayor edad, corren el riesgo de afrontar inseguridad nutricional severa o grave. Renunciar a espacios de esparcimiento o recreación por dificultades económicas, también afecta la salud mental o emocional de personas o familias. Por donde se mire, su calidad de vida podría deteriorarse de manera progresiva, a tal punto que muchos decidan migrar a otro país, como está pasando entre los jóvenes. ¿Qué hacer para retenerlos si no cuentan con acceso a servicios sociales básicos, ingresos mínimos ni garantía de seguridad alimentaria?
Es evidente que el reto del nuevo Gobierno, que asumirá en 34 días, se torna cada vez más desafiante. Con una situación fiscal al límite, una inflación desbocada –cuya actualización se conocerá hoy- y un horizonte global turbulento, el aumento de las transferencias sociales a los más necesitados, e incluso a la clase trabajadora para no recrudecer su precariedad o pobreza, tiene que ser una prioridad a tener en cuenta para encarar esta crisis alimentaria oculta, que también podría ser vista como una oportunidad para diversificar y asegurar sistemas agrícolas más sostenibles. Sin triunfalismos por lo hasta ahora alcanzado, y sin más dilaciones, conviene abordar el asunto cuanto antes.
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