Colombia debe acelerar sus decisiones y, sobre todo, sus acciones para adaptarse al cambio climático, considerado hoy como una de las mayores amenazas del planeta. Avanzar en acciones coordinadas frente a los efectos de eventos extremos de carácter puntual, a la variabilidad climática o a las alteraciones del clima en general, debe ser un asunto prioritario para el presidente Iván Duque y miembros de su Gobierno, testigos del devastador impacto del huracán Iota en el archipiélago de San Andrés y Providencia y de desbordamientos de ríos y quebradas, inundaciones y deslizamientos de tierra, tras torrenciales aguaceros en Chocó, Cúcuta, La Guajira y Dabeiba, Antioquia, entre otras zonas.

La reconstrucción de Providencia o de infraestructuras destruidas en distintos puntos del país, así como la reubicación de poblaciones históricamente afectadas por el embate del invierno tienen que ser planificadas y ejecutadas bajo una estrategia de adaptación al cambio climático orientada a reducir la comprobada vulnerabilidad de estos territorios a los fenómenos meteorológicos extremos, lamentablemente inevitables. No es sensato conformarse con planes de mitigación, hay que ir más allá porque la urgencia climática que afronta Colombia, al igual que todo el mundo, no da espera.

La crisis climática requiere una gestión de riesgo eficiente con medidas concretas y factibles y es tarea de la sociedad entera exigir a los gobernantes un mayor compromiso para aumentar la capacidad de resiliencia de los territorios frente a las amenazas e impactos del cambio climático. Iota no fue el primero, tampoco será el último huracán, pero sí puede marcar un antes y un después frente a la forma de abordar aspectos claves como la construcción de infraestructuras resistentes o refugios fortificados y adaptación de prácticas preventivas en zonas de elevado riesgo con una mayor conciencia climática y ambiental.

Anticiparse a las consecuencias de los fenómenos meteorológicos extremos es el camino correcto. Colombia lo sabe desde hace tiempo, pero los avances aún son mínimos, a pesar de que el mismo Gobierno reconoce la alta vulnerabilidad del país al cambio climático “por sus características físicas, geográficas, económicas, sociales y de biodiversidad”. Entre 2010 y 2011, la fortísima temporada invernal y el embate del fenómeno de La Niña provocaron una catástrofe que se saldó con cerca de 500 muertos, más de 3.6 millones de afectados, muchos de ellos en el sur del Atlántico, donde se rompió el Canal del Dique, y pérdidas económicas de $11,2 billones.

Duras lecciones que no se aprendieron. 10 años después, la respuesta al cambio del clima y a los eventos extremos continúa siendo deficiente por las debilidades estructurales en la gestión del riesgo, fallas en la prevención, manejo y planificación territorial, además de una manifiesta falta de cuidado y conservación de los ecosistemas, a juicio de los expertos ambientales, que además cuestionan al Fondo Adaptación, entidad adscrita al ministerio de Hacienda, encargada de “ejecutar proyectos integrales de gestión del riesgo y adaptación al cambio climático”, por su falta de resultados.

No podemos seguir sumando emergencias climáticas al largo historial de desastres en Colombia. Hay que actuar con prontitud para dejar de improvisar en la adaptación al cambio climático: este no es un problema a largo plazo, el futuro es hoy, y si no se destinan recursos para invertir en políticas públicas que transformen territorios y propicien un cambio en la mentalidad ciudadana, las consecuencias serán devastadoras, no solo por cuenta de los fenómenos en sí, sino por el mayor empobrecimiento de comunidades vulnerables, aumento de conflictos sociales y flujos migratorios. Seguir ignorando lo que pasa, no resolverá el problema.