Hay quienes todavía creen que la crisis climática es un cuento chino. Para esos cuantos descreídos o negacionistas del actual desastre en curso, la Organización Meteorológica Mundial (OMM), organismo especializado de Naciones Unidas en estos asuntos, lanzó una sentencia perentoria: el período comprendido entre los años 2023 a 2027 será, casi con toda seguridad, el más caluroso jamás registrado. Si el alcance de semejante anuncio sustentado en modelos predictivos de enorme confiabilidad no fuera ya lo suficientemente alarmante en sí mismo, la cereza de este pastel envenenado, debido a situaciones futuras ciertamente impredecibles por lo calamitosas que podrían llegar a ser, corre por cuenta de un anuncio adicional que pone los pelos de punta.
Existe una probabilidad del 66 % que durante uno de esos cinco años la temperatura promedio de la superficie de la Tierra supere, por primera vez, el preocupante umbral de 1.5°C respecto a la media preindustrial dando lugar a los peores efectos del calentamiento global. Quienes relativizan los llamados de la comunidad científica a estar preparados ante la emergencia climática o tienen respuestas ingeniosamente ridículas a la ocurrencia de fenómenos meteorológicos extremos, cada vez más frecuentes como devastadores, deben entender que sobrepasar ese peligroso límite, advertido en el Acuerdo de París de 2015, desencadenará pérdidas de biodiversidad catastróficas. Aunque lo sabemos de sobra, nos cuesta, y mucho, dimensionar la gravedad que supone la desaparición de especies de fauna, flora o de arrecifes de coral, en algunos casos irreversibles, como consecuencia de esta acelerada crisis.
No será lo único que ocurra. El aumento de las temperaturas mundiales a niveles nunca antes alcanzados, consecuencia del cambio climático provocado por la emisión de gases contaminantes –dióxido de carbono, metano y óxido nitroso- obra de los seres humanos sumado al fenómeno de El Niño repercutirá, inevitablemente, en "la salud de las personas, su seguridad alimentaria, la gestión del agua y el medioambiente". Si el desequilibrio del clima se generaliza de forma tan evidente, como se anticipa, poblaciones de todos los continentes se verán impactadas, pero serán las más vulnerables o las de menos recursos las que se llevarán la peor parte. Las sequías, olas de calor, tormentas e inundaciones también obligan a migrar forzadamente a comunidades: se estima que 95 millones de personas son ya desplazadas climáticas.
¿Cuántas más se sumarán, una vez se materialicen estos pronósticos que pondrán en jaque la producción, acceso o disponibilidad de alimentos básicos y agua? Es de esperar que en los próximos meses e incluso años, en las regiones más afectadas por las hambrunas que también son las más expuestas a los efectos del calentamiento global, la situación de caos climático se agudice. Tendrán que demostrar una capacidad de resistencia a toda prueba, pero no podrán hacerlo solas. De ahí la importancia de que la comunidad internacional invierta en estrategias de adaptación y resiliencia, sobre todo porque los recortes de emisiones no están siendo ni profundos ni rápidos, como debería. Perdemos tiempo. Difícil imaginar que la crisis se revertirá por sí sola, cuando las temperaturas medias mundiales han aumentado sin parar desde 1960. No habrá sorpresas.
Viviremos en entornos hostiles, porque así lo provocamos, alejándonos a gran velocidad del clima al que estamos acostumbrados. En nuestro caso, el calor se hará más sofocante, extremo, con anomalías térmicas que alterarán nuestro reloj biológico. Nos acercamos a un punto de no retorno. Como es su deber, la ONU hace sonar la alarma, otra vez, para que el que tenga oídos, oiga y, sobre todo, busque cómo ser parte de la solución con responsabilidad ambiental, en vez de actuar con la ligereza y desaprensión de siempre ante la triste realidad de recursos con fecha de caducidad. Esto no es cíclico, la crisis climática llegó para quedarse y si no actuamos, se agravará aceleradamente.