Finalmente el presidente Iván Duque escuchó el clamor ciudadano. Su decisión de retirar la cuestionada reforma tributaria es correcta, necesaria y da respuesta al creciente malestar social que sacó a la calle a miles de personas movilizadas de manera pacífica durante varios días contra una reforma tributaria considerada lesiva para sus economías familiares empobrecidas por cuenta de la actual crisis. Sin ánimos revanchistas ni cálculos electoreros, este es el momento de propiciar condiciones para construir consensos políticos y sociales en medio de los lógicos disensos existentes en torno a una iniciativa legislativa que extienda beneficios sociales para los más vulnerables, no toque a la clase trabajadora, garantice que los sectores con mayores ingresos contribuyan de forma significativa y sanee las finanzas públicas. Un reto descomunal que también debe involucrar a sectores empresariales y actores sociales. El tiempo del Congreso se agota para prosperar en un diálogo que requerirá interlocutores válidos dispuestos a anteponer el beneficio colectivo por encima de sus propios intereses.

Urge actuar con grandeza para recomponer la frágil estabilidad social e institucional del país que hoy se encuentra seriamente debilitada en una de las coyunturas más adversas de nuestra historia reciente. Cuando más se demanda unidad y confianza para edificar acuerdos de cara a la desafiante etapa pospandemia, viejas heridas que nunca se cerraron vuelven a aparecer poniendo en riesgo el imperioso propósito nacional de ir hacia adelante para reactivar la economía, recuperar empleos, sacar de la miseria a quienes cayeron en esta condición y un largo etcétera que confirma la brutal desigualdad exacerbada en Colombia durante el último año. La lista de asignaturas pendientes que alimenta la espiral de inconformismo popular es extensa y debe ser atendida sin dilaciones por el Estado en su conjunto. Las prioridades impuestas por la pandemia no favorecen los debates alrededor de las demandas sociales, pero volver a aplazarlos resultará contraproducente en el corto plazo y sólo irá acumulando más indignación ciudadana.

Ahora bien. En una sociedad democrática no existe cierta violencia justificable ni mucho menos comprensible. Tampoco es admisible equiparar a quienes salieron a las calles a expresar malestar por su evidente exclusión socioeconómica con quienes lo hacen con un marcado interés de promover hechos vandálicos que derivan en saqueos o destrucción de negocios. Discernir la protesta social del vandalismo y la violencia es esencial para aislar a quienes cometen actos delictivos que amenazan la integridad física de las personas y sus bienes. Ningún sector ni liderazgo político debería promover mensajes tóxicos que alteren aún más el tejido social, político y económico del país, ni tampoco tolerar complicidades con la violencia.

Es imprescindible que Fiscalía, Procuraduría y la misma Policía investiguen las gravísimas denuncias sobre inaceptables excesos en el uso de la fuerza por parte de uniformados durante las manifestaciones, según organizaciones de derechos humanos que documentan los crímenes. Identificar a los responsables de estos delitos, juzgarlos y sancionarlos es una obligación del Estado colombiano que también debe tener presente, como le recordó el ministerio público, que la “asistencia militar debe ponerse en práctica única y exclusivamente cuando situaciones de extrema gravedad así lo requieran”. 457 policías han resultado heridos a lo largo de las movilizaciones de los últimos días y un oficial de la institución murió en cumplimiento de su labor. Nadie debería pasarlo por alto. La pérdida de toda vida humana duele, y los odios solo nos hacen un enorme daño.

Detrás del malestar por la tributaria hay mucho más. El Gobierno debe entenderlo así para obrar en consecuencia. Escuchar a quienes se sienten hoy desatendidos y desamparados es fundamental para avanzar unidos sin dejar a nadie atrás.