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El asesinato de los líderes sociales y defensores de derechos humanos en Colombia no ha dado tregua durante el aislamiento preventivo obligatorio. Al contrario, este tiempo en el que millones de personas se encuentran confinadas en sus hogares para protegerse del enemigo invisible, está resultando propicio para que los violentos ubiquen con facilidad a sus víctimas y, demostrando que carecen del más mínimo rasgo de humanidad, las maten.

A día de hoy, 6 personas de distintas regiones del país que han ejercido liderazgo social o adelantado trabajo comunitario en sus territorios han sido asesinadas por los señores de la guerra que, ni siquiera en medio de la profunda crisis de salud que se vive por cuenta del coronavirus, han parado su irracional maquinaria de muerte.

El Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, Indepaz, documenta que dos de estos crímenes se han registrado en la Región Caribe, el de la señora Carlota Isabel Salinas, integrante de la Organización Femenina Popular y defensora de derechos humanos, baleada en su propia casa en el municipio de San Pablo, Bolívar, y el del exconcejal de La Apartada, Luis Soto, asesinado en Puerto Libertador, Córdoba. Otros dos crímenes se perpetraron en Valle, uno más en Norte de Santander y el más reciente en el Cauca, donde fue asesinado el líder campesino Hamilton Gasca Ortega y dos de sus hijos menores de edad en el interior de su vivienda en zona rural del municipio de Piamonte.

Este exterminio no conoce de tiempos de paz, guerra o pandemia y ya suma 72 líderes y defensores de derechos humanos y 21 exguerrilleros que le apostaron a la desmovilización y a la paz, asesinados en los primeros 95 días de 2020, de acuerdo con los registros actualizados de Indepaz. Una infamia que se sigue ensañando con colombianos humildes y vulnerables a los que el aislamiento ha dejado aún más expuestos a los actores armados ilegales que sin compasión acechan poblaciones enteras, como está ocurriendo con comunidades indígenas del Chocó.

A pesar de los esfuerzos del Estado, la respuesta para frenar esta oleada de crímenes, acrecentados luego de la firma del Acuerdo de Paz, se quedó corta. Lo más preocupante es que puede ir a peor porque en estos momentos en los que la crisis sanitaria, económica y social reorganizó de manera abrupta las prioridades en las agendas institucionales y de la sociedad en general, la aniquilación de los líderes sociales corre el riesgo de ser invisibilizada por completo.

Es fundamental que la Fuerza Pública haga un esfuerzo adicional para estar presente en los territorios más golpeados por esta macabra estrategia de asesinatos selectivos de los activistas sociales e intimidación de las comunidades. No se puede bajar la guardia en la persecución y lucha frontal contra estos criminales que hoy, en medio del desasosiego que produce la expansión del virus y sus devastadores efectos, se sienten más empoderados para ejercer una ilegítima autoridad y control a sangre y fuego.

El Estado, que está haciendo un trabajo gigantesco para salvaguardar la vida de millones de personas de la amenaza del coronavirus entregando subsidios y auxilios a la población más vulnerable y fortaleciendo el sistema de salud del país, debe mantener en su radar a los líderes sociales para garantizar su protección en todo tiempo, modo y lugar. Es importante que el debate sobre su defensa no se siga centrando únicamente en informes cuantitativos y si estos recogen los datos oficiales, los verificados o los probables contabilizados por el Gobierno de turno y/o confirmados por las organizaciones internacionales. Dimes y diretes que desvían el asunto de fondo.

Una sola vida que la violencia arrebate a un defensor de derechos humanos en Colombia debe ser considerada una tragedia infinita porque el crimen de esa persona envía un mensaje devastador a comunidades enteras que aspiran, mediante sus procesos organizativos, alcanzar dignidad y mejores condiciones de vida para su gente. Seamos todos defensores de la vida. Con o sin COVID-19, las de los líderes sociales siempre deben importar.