La decisión de Estados Unidos de declarar al Clan del Golfo como una organización terrorista extranjera no es otra bravuconada del presidente Trump. Estamos ante una medida con efectos legales, financieros y políticos de gran calado que redefine el terreno de juego para la mayor estructura criminal de Colombia y eleva el costo de su supervivencia. Washington activó su máximo arsenal jurídico para perseguir, aislar y desmantelar una organización poderosa, que es acusada de narcotráfico, violencia sistemática y expansión transnacional.
En el plano legal, la designación amplía de forma drástica el alcance de la persecución penal. Cualquier apoyo material, financiero o logístico directo o indirecto se convierte en delito federal en EE. UU., con penas severas. En consecuencia, se facilita la extradición, se endurecen las imputaciones y se elimina la ambigüedad que algunos intentaban explotar al presentar a la banda criminal, heredera del paramilitarismo, como un ‘actor armado’ susceptible de tratamiento político. De modo que, desde hoy, el Clan del Golfo queda señalado, sin matices ni ambages, de ser una amenaza a la seguridad mundial, como Washington también etiqueta a otras 91 organizaciones de 33 naciones, 19 de ellas en América.
El impacto financiero también es inmediato y corrosivo. Su inclusión en los listados del Departamento del Tesoro congela sus activos, bloquea transacciones y convierte en riesgo penal cualquier vínculo bancario. Por tanto, se le estrechan sus rutas de lavado, encarece el movimiento de capitales y debilitan eventuales cadenas logísticas que sostienen sus rentas criminales de tráfico de cocaína y migrantes y minería ilegal. La cooperación internacional se acelera y la presión sobre sus intermediarios, testaferros y aliados locales irá en aumento.
Políticamente, la decisión de la administración Trump avala un consenso hemisférico contra el crimen organizado transnacional y envía un mensaje inequívoco en torno a que no hay reconocimiento político posible para estructuras que financian su poder con terror. Para el Clan del Golfo, esto supone perder márgenes de maniobra y espacios de negociación externa. Para Colombia, puntualmente, la designación refuerza la obligación de tratar al grupo terrorista con instrumentos de sometimiento y justicia, no con atajos de legitimación.
Indudablemente, Washington busca cerrarles el cerco a sus 9 mil integrantes, añadiéndolos a su lista negra de organizaciones terroristas, de la que ya hacen parte el ELN, las disidencias de Farc y la Segunda Marquetalia. Cierto que la etiqueta terrorista, y en Colombia lo sabemos bien, no derrotará por sí sola al Clan del Golfo, pero es una forma de asfixiarlo. Y en ese escenario, el Estado colombiano tiene la oportunidad y la responsabilidad de actuar con claridad, firmeza y coherencia, lo cual tendrá inevitables efectos en los diálogos de paz.
El proceso abierto en Catar, con zonas de ubicación temporal, protocolos y suspensiones de órdenes, queda severamente condicionado. A simple vista, la designación debilita la mesa, restringe apoyos, mediaciones y verificaciones; eleva riesgos legales para los facilitadores; y siembra total incertidumbre sobre su futuro. Si antes, la conversación con el mayor cartel narcotraficante del país ya era un asunto de difícil trámite, ahora —elevado a la categoría de amenaza de seguridad internacional— el proceso, que además carece de un marco legal de sometimiento o de piso jurídico, se hace todavía más insostenible dentro y fuera del país.
Para el Gobierno Petro, el choque es doble. Por un lado, le obliga a redefinir su interlocución con una organización catalogada como terrorista por su principal aliado estratégico, con el que enfrenta una escalada de tensiones sin precedentes. Por otro, afronta el peso de haber prometido resultados sin haber construido un andamiaje de sometimiento claro, gradual y exigente. Otro síntoma de la improvisación, en la que ha sustentado su política de paz total.
Petro podrá persistir en sus conversaciones con el autodenominado Ejército Gaitanista, pero, a estas alturas, ya debería haber asimilado que la paz no se decreta ni se negocia a cualquier precio. Requiere método, legalidad y liderazgo. Lo que no ha tenido su estrategia de la fallida paz total. Persistir en esta conversación bajo las actuales circunstancias, sin suelo jurídico ni probable respaldo internacional, sería prolongar un nuevo fracaso cantado.







