La Universidad del Atlántico enfrenta días convulsos e inciertos. La traumática e inacabada elección de su rector para el periodo 2025-2029, postergada desde hace una semana a la espera de que la Procuraduría resuelva una andanada de recusaciones —17 al menos— presentadas contra los miembros del Consejo Superior, terminó por caldear aún más los ánimos de un proceso marcado por maniobras de la politiquería tradicional y denuncias de falta de garantías y de transparencia, elevadas por los distintos estamentos de la institución.
Lo que ahora ocurre no es solo una crisis derivada de la inconclusa elección del nuevo rector, también es un campanazo de alerta sobre el riesgo que afronta la autonomía universitaria. Los recientes actos vandálicos y las presiones externas ratifican el deliberado intento de sectores políticos y grupos violentos de cooptar la gobernanza de la alma mater, de torcerle el cuello al debate académico para convertir al centro de educación superior más importante de la región Caribe en un botín o una piñata al servicio de mezquinos intereses.
Tan inaceptable espiral de violencia, que pone en riesgo la misión formativa, investigativa y social de la Universidad del Atlántico, debe parar de inmediato. Su comunidad educativa, defensora de los principios de participación, autonomía y deliberación universitaria, no puede tolerar las injustificables expresiones de supuesto descontento que han propiciado el estallido de papas bomba, incendios y ataques contra funcionarios e infraestructura. Se hace indispensable llamar las cosas por su nombre: son intentos de un puñado de radicales que pretende imponer el miedo en la universidad, devolverla a épocas del oscurantismo armado, con el propósito de intervenir de forma ilegítima en las decisiones institucionales.
Con firme determinación, la Universidad del Atlántico, reconocida en 2015 como sujeto de reparación colectiva por los devastadores impactos del conflicto armado en su comunidad académica, fue capaz de dejar en el pasado los aciagos años en los que el temor y el caos usurpaban el lugar del pensamiento libre, la crítica y el debate. Ahora que el conocimiento floreció, gracias a la paz universitaria y a la estabilidad institucional, nadie debería aceptar que las sombras de la intolerancia regresen en forma de politización extrema, manipulación electoral, chantajes e instrumentalización política. El futuro se construye con argumentos, no con violencia. A estas alturas, esa lección debería estar ya aprendida para no retroceder.
Quienes están convencidos de ello han levantado su voz con coherencia. Es esperanzador que líderes estudiantiles, con valentía y claridad, rechacen los actos violentos y demanden una salida institucional, respetuosa y concertada, como se lo manifestaron a EL HERALDO. Ellos son los legítimos guardianes de la educación pública, de su universidad, que es símbolo de democracia. Si esta se erosiona por la imposición de criterios con intereses ocultos, los jóvenes serán los principales perjudicados, al estar en medio de un previsible fuego cruzado.
La controversia por la elección del rector no puede ser un pretexto para ahondar divisiones basadas en posturas sectarias ni mucho menos para sembrar zozobra, como parte de una estrategia para secuestrar la voluntad de la comunidad académica y paralizar sus actividades. Sus líderes, empezando por los estudiantes, deben insistir en que el proceso se limpie de intereses partidistas y que el diálogo sea la vía legítima para resolver los conflictos.
Los entes de control, el Ministerio de Educación y el Consejo Superior están en la obligación ética, moral y jurídica de actuar con independencia, imparcialidad y responsabilidad. El quehacer académico no puede ser desplazado ni silenciado por la politiquería de turno ni la violencia de antes. La universidad, como un espacio abierto a la diferencia, se defiende a diario para que no se convierta en moneda de cambio de los partidos, ni en un campo de batalla, ni en escaparate de poder de quienes ven en la educación un escenario de favores.