Como será de inviable el proyecto de ley que busca el sometimiento de miembros de grupos criminales sin estatus político, a cambio de holgadas gabelas jurídicas y patrimoniales, que funcionarios del mismo gobierno Petro ya expresaron serios reparos. Los más contundentes corrieron por cuenta del comisionado de Paz, Otty Patiño. Públicamente, este reconoció que no le gusta en el fondo ni en la forma, a lo que el padre de la criatura, el ministro de Justicia, Eduardo Montealegre, le respondió, acusándolo de ser un “francotirador de la paz”.
Grave. Porque, según el texto del nuevo marco normativo de la paz total, que prevé una serie de beneficios de justicia transicional, lo más parecido a un todo por nada, para grupos armados ilegales, estructuras criminales, desertores del acuerdo de 2016 y procesados por los hechos ocurridos durante la protesta social, le correspondería a la oficina de Patiño otorgar el aval para activar el procedimiento jurídico diferenciado a cada uno de los actores.
En todo caso, este nuevo episodio de fuego amigo confirma algunas verdades incómodas. Por un lado, las fisuras que se expanden por el Ejecutivo, donde un creciente número de servidores públicos de reducida factura moral e intelectual, aferrados a su cuarto de hora en el poder, se mastican pero no se tragan. Y, por el otro, la cuestionada iniciativa no tuvo deliberación ni fue consultada, ni discutida con congresistas, delegados del Gobierno en acercamientos con bandas criminales y, lo más alarmante de todo, con las mismas víctimas.
Dicho de otra manera, el proyecto –sin un mínimo consenso que le asegure algún nivel de aceptación política y social- entró de reversa en el Legislativo. Como si fuera poco, la patética incapacidad demostrada por el Gobierno para darle orden, soporte o método a su política de paz total, que hasta Petro reconoció como carente de logros, juega en su contra.
Además, su irrupción tardía en el colofón de un Ejecutivo desnortado, que acusa cada día más caos y debilidad luego de dilapidar su capital político, cazando peleas estériles a diestra y siniestra, suscita una enorme desconfianza ante lo que serían sus verdaderas intenciones. Este es, sin duda, el secreto mejor guardado por el círculo de confianza del presidente, encabezado ahora por Montealegre, eso es lo que parece, quien -de cara al paísdice que es una “apuesta por una lucha vehemente contra el narcotráfico y para ganar seguridad”.
Sin embargo, sobre el papel, quienes se oponen o cuestionan esta propuesta de justicia restaurativa con enfoque territorial, hecha a la medida de capos pura sangre o jefes de bandas criminales, descubren demasiados incentivos perversos. De hecho, la lista de beneficios es tan profusa como incompatible con nomas de derecho internacional: libertad condicional, penas reducidas o alternativas en reclusión especial para narcos, miembros de estructuras ilegales, condenados en primera y segunda instancia y responsables de crímenes de lesa humanidad. Incluso, conservarían hasta el 12 % de bienes de origen ilícito.
A estas alturas, cuando el Gobierno ya le mostró al país su deriva autoritaria en el decretazo de la consulta popular o en sus recurrentes maniobras ventajistas para intentar colonizar los poderes públicos, no sorprende que se saque de la manga semejante ‘Frankenstein jurídico’, con el que pretende darle un nuevo aire a los agonizantes procesos de su paz total.
Se les abona la intención, pero por donde se mire, la iniciativa, al margen de sus fuertes cuestionamientos jurídicos, tiene el viento en contra. Montealegre, Benedetti y compañía no pueden pasar por alto que estamos inmersos en un año casi electoral que marcará los tiempos para el trámite de su proyecto de paz total de última generación. Con legisladores en campaña, muchos de ellos enarbolando la bandera de la autoridad ante el evidente marchitamiento del ciclo de negociación, la debilidad de la fuerza pública y el telón de fondo del repudiable atentado contra el senador Miguel Uribe Turbay, su camino luce enredado.
Si alguna duda queda sobre lo impracticable del proyecto, tal y como está concebido, basta con pensar en las víctimas que podrían quedar a merced de la gobernanza criminal de sus victimarios, en el caso de que tras recuperar la libertad decidan buscar venganza. No, no todo vale a la hora de construir la paz pensando solo en cómo satisfacer a una de las partes.