Al César lo que es del César, aunque ahora lo nieguen. Esta semana el gobierno de Gustavo Petro, incluido él mismo, volvió a convocar, exhortó a participar y acompañó en las calles un inédito paro general, que resultó un fracaso, en protesta contra la decisión del Senado de hundir, 49 votos a 47, la consulta popular sobre temas laborales.
Lo paradójico del asunto es que casi todo su contenido está consignado en la resucitada reforma que pocas horas antes había sido aprobada en tercer debate en la Comisión Cuarta de la cámara alta.
Pero a esas alturas ya no era posible dar marcha atrás. ¿Cómo o quién iba hacerlo? Por el contrario, el exaltado discurso de los convocantes contra lo consensuado en el Legislativo, senadores de la comisión y, cómo no, el presidente del Congreso, Efraín Cepeda, insistía en fijar en la memoria colectiva de los colombianos sentimientos de rabia, de hostilidad y de humillación, para sacar a marchar a la gente indignada y así consumar un punto definitivo de ruptura social con las instituciones que se resisten a ser notarias del Poder Ejecutivo. Indecente forma de incitar a la desconfianza de la ciudadanía con cálculo político-electoral.
Quien más se esforzó en enardecer los ánimos esparciendo miedo, su principal mecanismo de presión social en la actualidad, fue el todopoderoso Armando Benedetti, el hombre que mueve los hilos del poder en Colombia.
En la jornada previa al paro, el ministro del Interior, luego de desconocer por completo la votación del Senado, anunció que el presidente Petro podría decretar la convocatoria a las urnas de la consulta popular, de la que dice, “está viva”. Convencido, como está de tener la razón, reitera que en la sesión hubo “fraude”, “sabotaje”, “errores de forma” y que, en definitiva, el Senado todavía no se ha pronunciado.
Ese último argumento, provocador en sí mismo como la encubierta intencionalidad del operador político del presidente Petro, se cae por su propio peso. El Consejo de Estado acaba de admitir una demanda en contra de la legalidad de la votación en el Senado, interpuesta por un ciudadano, sobre la base de que se trata de un acto administrativo sujeto de control judicial. Impecable. Ese es el único camino a seguir en un Estado de Derecho, con separación de poderes. Lo demás es instigar a un peligroso quiebre constitucional, profundamente antidemocrático, que podría dar pie a una riesgosa forma de violencia contra las instituciones. Pretensiones populistas que nos ponen a andar en una cuerda floja.
Gobernar con cinismo, engaños, bravuconadas o exacerbando pasiones, como lo hacen de cara al último debate de la reforma laboral, que tendrá en los próximos días su prueba final en la plenaria del Senado, no soluciona nuestras crisis en curso. Tampoco, desconocer una decisión del Poder Legislativo ni muchos menos arrogarse funciones de la Rama Judicial.
Ese inaceptable talante autocrático que el Ejecutivo suele reivindicar con alguna frecuencia los acorrala en un campo minado del que no tienen cómo salir bien librados. No deberían permitirse creer que para construir un mejor país se debe destruir primero. Así no funciona.
Eso es lo más parecido a un ‘perrateo’ con los colombianos que merecemos mucho más que los vaivenes de un Ejecutivo que, en vez de gobernar, ha decidido usar el manido discurso del miedo para movilizar a la gente o justificar sus acciones. Pues la estrategia parece que se les está agotando. El Congreso, que también debería entender la dimensión de su responsabilidad con una nación que demanda reformas de calado social, demostró además en tiempo récord que sí es posible negociar, concertar y ceder en beneficio de las mayorías.
La suma de estos factores dejó al descubierto el hartazgo de la calle, de la que han abusado, con o sin Petro, para presionar a los poderes públicos. La escuálida movilización popular, un derecho constitucional del trabajador, que el presidente convirtió en un plebiscito de sus reformas, tanto así que en el Paseo Bolívar no descartó ir a una “huelga indefinida”, debería hacerlos reflexionar sobre sus métodos de manipulación política.
No basta con desmarcarse del paro tras su fracaso, como hizo el mandatario. Lo que nos urge es detener la ruptura de la sociedad, el enfrentamiento, la escalada de mentiras que el resentimiento, el miedo o el populismo han instalado entre nosotros. Desarmar los espíritus para unir a un país que quiere trabajar, echar pa’ lante y progresar con estabilidad tiene que ser lo que nos mueve.