Ha sido una semana de vértigo en Colombia, lo cual no es ninguna novedad. Sin embargo, a diferencia de nuestros usuales bretes, esta vez la mirada estupefacta del país ha estado fija en el norte del continente, donde se ubica su principal socio comercial y aliado estratégico. Desde que estalló, la inédita crisis diplomática con Estados Unidos no ha dado respiro. Y conviene que se comprenda que tampoco lo hará, quién sabe por cuánto tiempo
El desafío que le lanzó Petro a Trump tras morder el anzuelo y ordenar en cuestión de minutos la devolución de los colombianos deportados, debido a su situación migratoria irregular –en ningún caso porque fueran criminales, valga insistir en ello– se ha transformado en lo más parecido a una tormenta que amainará o arreciará por momentos dependiendo del ánimo de quienes mueven los vientos. Pero es evidente que ni un solo día dejará de estar ahí sobre nuestras cabezas amenazando con descargar su incontenible furia.
Sin opciones reales ni mucho menos viables para darle un portazo en la cara a Estados Unidos, la primera potencia económica y militar del planeta, como algunos compatriotas con auténtica ingenuidad o soberana estulticia proponen que hagamos, parece inevitable que tendremos que acostumbrarnos a conjugar nuestra sistémica incertidumbre por la incontinencia verbal de Petro con el desasosiego que provocan las desproporcionadas posturas o reacciones de Trump, determinado a hacer realidad sus promesas de campaña.
Ahora que el magnate ha puesto el acelerador para consolidar su modelo de nueva derecha, sustentada en una guerra comercial proteccionista a tope, por un lado, y una revolución tecnológica abrazada por los insaciables capitales de los señores feudales de la oligarquía de Sillicon Valley, por el otro, arrancó ya el derrumbe de todo aquello que nos era conocido.
¿Temor o estupor? Ambos. Porque el nuevo orden mundial –made in Estados Unidos– con manifiestas señales demagógicas, populistas, nacionalistas e incluso de involución autoritaria se reconfigura o reacomoda ante nuestros ojos que son testigos de la erosión de derechos, libertades y otros pilares propios de las democracias liberales. Valorando los primeros zarpazos de su poder absoluto, la comunidad internacional permanece en piloto automático, mientras observa y recalcula sus pasos asumiendo que una diplomacia distinta, ¿pactista, tal vez?, haría falta para transar con un Trump recargado, sin límites ni líneas rojas.
Laura Sarabia, la recién estrenada ministra de Relaciones Exteriores, de reputado perfil multitask, lo sabe, no lo puede decir abiertamente, pero lo sabe. En el pulso de poder que el jefe de Estado mantiene con Trump saldremos muy mal librados si el cretinismo político es el que se impone para reconducir unas relaciones dislocadas por las patologías que identifican a ambos mandatarios. De manera que la novel canciller deberá moverse con cautela, buscar aliados, mantener canales de diálogo abiertos, volver a echar mano de la experticia o contactos de nuestros apreciados ‘muebles viejos’: los expresidentes, a la sazón viejos zorros de la política exterior, si es que aspira a recomponer vínculos que históricamente han estado enmarcados en el más estricto sentido de la institucionalidad y no del repentismo.
El tira y afloja será para alquilar balcón. Trump, quien lleva una inercia atrabiliaria que lo hace imparable y altamente peligroso, no va a cambiar. ¿Por qué habría de hacerlo si saltándose todos los diques institucionales, éticos y morales trastoca con cada decisión el frágil equilibrio internacional? Tampoco lo hará Petro. A estas alturas de su gobierno, conocemos de sobra la naturaleza narcisista e impulsiva del mandatario, quien actúa de manera irreflexiva, siguiendo su enrevesada declaración de principios como si en el universo no existiera nada distinto ni más valedero que sus convicciones. Con un agravante adicional, el anticipo de la campaña electoral 2026, como lo demostró esta semana en Barranquilla, nos devolvió al Petro más provocador e incendiario que azuza a las masas en plaza pública.
¿Al final, qué queda? ¿Oponerse, luchar, resistir o adaptarse? De la decisión que se tome dependerá de cómo nos irá en un baile que se anticipa inolvidable. A decir verdad, el problema no es Petro, que también lo es. El asunto de fondo es la fractura social que deriva en un irresoluble malestar que empuja a los más desilusionados a emigrar hacia el país de las oportunidades, donde sus ciudadanos acusan tal nivel de hartazgo o desencanto con su nivel de vida que votaron por la encarnación misma de la antipolítica para que sane su crisis de legitimidad con fórmulas amenazantes que lo romperán todo. Doble derrota de la razón.
Esta escalada de agravios, de lado y lado, debe parar. Pulsiones autoritarias de derecha e izquierda ni el resurgimiento del antiimperialismo restablecerán el equilibrio perdido en la última semana. Que sea una lección aprendida. Si no es así, solo queda aferrarnos, cual náufrago a su tabla, al milagro de una nueva diplomacia en este mundo ferozmente cambiante.