Durante 17 largos días, el mundo aguardó un final feliz al drama de los niños atrapados en una cueva de Tailandia. Aunque las condiciones climáticas parecían complicar las operaciones de rescate, el grupo multinacional que las llevó a cabo logró por fin evacuar de la zona, sanos y salvos, a los 12 pequeños y a su entrenador, en una acción cuya perfección fue empañada por la muerte inesperada de Saman Gunan, el rescatista que por falta de oxígeno en su tanque no logró culminar su viaje de regreso, luego de llevarles provisiones a los pequeños.
Las autoridades le declararon la guerra a la lluvia, el principal factor que atentaba contra la supervivencia de las 13 personas que, según contaron a sus salvadores, usaron la meditación como un arma a su favor para soportar las precarias condiciones en las que se aferraban a la vida, además de apelar a las lecciones que aprendieron como miembros del equipo de fútbol ‘Jabalíes Salvajes’: la solidaridad, la unión y el afecto.
Los expertos locales, con ayuda de un equipo multidisciplinario llegado de varias partes del mundo, trazaron un arriesgado plan de rescate que implicaba sacar a los niños en pequeños grupos, buceando por varias horas a través de espacios muy estrechos. Fueron enormes la tensión y la incertidumbre de las familias que acamparon cerca de la entrada de la cueva, cuando se emprendió el recorrido del primer grupo, el lunes 8 de julio. Dos días después la buena noticia se confirmaba.
Este caso con final feliz hizo recordar el milagro de los 33 mineros chilenos que en 2010 fueron rescatados con vida en la mina de San José, luego de dos meses de zozobra, y también operaciones similares en Francia, España y Alemania. Todos los episodios se asemejan en la dificultad de las maniobras de rescate, en la imaginación de quienes planificaron las operaciones, en el arrojo de los rescatistas y en la integridad de las víctimas.
En adelante, la gruta de Tham Luang, en la provincia de Chiang Rai, será recordada como el escenario en el cual muchas voluntades se unieron para luchar por la vida, como el lugar en el que héroes anónimos lo arriesgaron todo para que 12 niños y su joven entrenador tuvieran la oportunidad de jugar muchos partidos más, como un símbolo de la generosidad que aún persiste en nuestra maltrecha condición humana.
Pero, quizás, lo que más recordaremos quienes hemos asistido, de cerca y de lejos, a esta victoria de la vida sobre las más adversas circunstancias, es la lección que el fútbol les regaló a los niños que hoy se abrazan con sus seres queridos, la misma que explican cómo la principal causa de su supervivencia, la que todos deberíamos aprender y aplicar: nada hay mejor, cuando sobreviene la tragedia, que la solidaridad, la unión y el afecto.








