Las elecciones se acercan ominosas cual escualo que nos rondase hambriento. Se escuchan afirmaciones cómico-festivas del tipo de yo votaré a quien diga Poncho Zuleta (por cierto, Poncho tiene bastante claro su voto) y otras por el estilo. El personal se prepara para la jornada electoral pensando qué hará con los cincuenta mil pesitos e ideando memes con los que al día siguiente reírse de los perdedores. Yo no voy a votar por quien diga Poncho. Entre otras cosas porque soy extranjero y no voto. Pero, si votase, yo votaría por quien dijera Don Blas de Lezo. O por quien hubiera dicho él de estar vivo y no haber ascendido al altar de los valientes hace más de doscientos cincuenta años tras defender Cartagena de Indias de los pérfidos piratas ingleses.
Trece de marzo de 1741. Siete de la mañana. Doscientos buques de guerra y más de veinte mil soldados armados y listos para lanzarse sobre la ciudad amurallada. Un frágil esquife transporta a un joven alférez que muestra una bandera blanca de parlamentario. Va a ofrecer una rendición honrosa a los cartageneros capitaneados por Don Blas: –Estamos dispuestos a dejarles retirarse con sus banderas si rinden la city sin violencia, general. Y el cojo que lo mira, que aprieta su único puño, que acribilla al inglés con el ojo que le queda sano y que le dice con apenas un murmullo que hiela el tórrido aire que los envuelve: –Mis banderas las tengo en los cojones, alférez, venga aquí y retíremelas usted…
Si se atreve. El inglés abre mucho los ojos, traga saliva y balbucea: –Pero…, pero…, es una locura, morirán todos. Don Blas se encoge de hombros y solo añade un lacónico: –Sea, pues. El alférez marcha espantado y el virrey Eslava, español de buena cuna y mejor mesa, apenas tarda en lloriquear qué locura es esta, solo disponemos de unos pocos españoles, nuestras fuerzas son indios y negros macheteros, a lo cual Don Blas responde mirándole torcido: –Aquellos que luchan conmigo son todos iguales, soldados valientes. Tal vez su merced lo sabría si alguna vez hubiera luchado. El resto de la historia es bien conocido. Tras semanas de terrible resistencia, los cartageneros comandados por el mayor hijo de perra que el Caribe haya visto derrotaron a la más grande flota que jamás el Nuevo Mundo haya contemplado. ¿El premio? Don Blas murió de las heridas sufridas en combate, Eslava fue ascendido y solo el hijo del almirante recibió póstumamente un título nobiliario por el valor y la audacia de su progenitor. Así han pagado siempre España y también su hija Colombia a sus héroes.
Sin embargo, el pueblo, viejo y sabio como siempre ha sido, rinde honores a Don Blas a ambos lados del océano y cuando un malhadado príncipe inglés dejó una placa al pie de la escultura del almirante, un buen cartagenero apenas tardó unas horas en deshacerla a pico y cincel. Así pues, yo, de votar, votaría por quien dijera el héroe. Tal vez, si los colombianos, y particularmente los costeños, utilizaran más este criterio, algún día se librarían del pastoreo al que desde hace doscientos años les someten las bastante poco heroicas élites bogotanas.







