
Mientras agonizo
Ya casi oigo el llanto. Es este especial estado en que me encuentro ahora, cuando ya la gozadera ha ganado su máximo punto de delirio y dado un giro descendente, el que hace que todos mis sentidos, y no sólo el del oído, anticipen esa explosión de lamento bufo y sin lágrimas de mis viudas enlutadas de uno y otro sexo.
Me voy, me estoy yendo, después de cuatro días de desenfreno, en que me he pasado las noches rumbeando de claro en claro y los días riéndome de turbio en turbio, ¡pero cuáles cuatro días, nojoda!, mando cáscara, si llevo ya más de un mes sin darles un momento de reposo al baile y al coge-coge y a la burla y a la mascarada, esto sí es tener vocación y resistencia para la alegría y el jolgorio, así que ya está bueno, dejemos el derroche y el berroche, me voy con gusto, yo bajaré tranquilo al sepulcro, que se calle el tambor y que suene el llanto y que mañana, bien temprano, selle una cruz de ceniza el llanto y que venga la cuaresma, que así es la vida, quiero decir, así es el ritmo de la vida, no puedo ser yo todo el tiempo, el secreto está en el combate entre el carnaval y la cuaresma, el combate entre esta mesurada señora y yo, si no cuál es la gracia, este pandemonio mío tiene sentido sólo en cuanto estado que se opone y subvierte el orden rutinario del resto del año.
Ya casi oigo el llanto, ya presiento mi “cumbiamba funeraria”, como se refirió a mi velorio el gran Trapo Loco allá por el año en que mi soberana fue la inolvidable Edith Munárriz, quien, por cierto, tan pronto como sepultó mi cuerpo se fue al convento de La Enseñanza y se hizo monja de clausura para siempre. Pero, ¡salud!, todavía puedo empinarme otro trago más, enfrentar de nuevo al caporal y enfrentar de nuevo a la muerte (pues yo soy a la vez la muerte y el caporal), rezar dos letanías más y bailar mi noningentésima versión de La pelaviejo y la nuevemilésima tricentésima de Te olvidé.
Una vez más, moriré tranquilo, más feliz de la parranda que el carajo (que el General Carajo, quiero decir, mi compadre del alma). Precisamente, en vista de que sé que he muerto y renacido tantas veces (tengo recuerdos desde que mi Barranquilla era villa capital del departamento de Tierradentro, aunque el nombre de Joselito me lo pusieron sólo por 1916), en vista de que bien sé eso, digo, estoy convencido de que renaceré el próximo año para luego morir otra vez tranquilo porque sabré que renaceré también el siguiente año para luego morir una vez más tranquilo porque…Quiero decir que mi existencia está sustentada en una tradición folclórica y popular lo bastante sólida y rica para garantizarme un eterno retorno.
Ya oigo el llanto. Ahora sí, aquí está, se derrama en mis oídos: llora la reina Marcela, lloran las reinas Yanina y María Fernanda, el rey Lisandro y los reyecitos, lloran las marimondas del Barrio Abajo: “Ay, Jose, ay, Jose, ay Jose…”.
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