Buenas noticias: la democracia colombiana, que llevaba meses en coma profundo, dio señales de vida. El milagro lo hizo la Corte Constitucional, al reintegrar al Congreso la potestad deliberativa a la que, marcando un hito en la historia del servilismo, él mismo había renunciado. El paciente sigue débil y catatónico, pero ha movido los dedos. Es suficiente para devolvernos la esperanza de que se recupere de su lastimera condición.
Lo que mal comienza, dice el dicho, mal termina. El ‘palo en la rueda’ que le metió la Corte al proceso de paz —como dijeron los defensores del proceso— tiene culpables, y no precisamente el senador Duque, quien presentó la demanda que provocó el fallo. Fue el gobierno el que insistió en empujar, a las buenas o a las malas, un acuerdo que violaba las más elementales normas de la nación, como la separación de poderes o el castigo a delitos de lesa humanidad. Los excesos del acuerdo y los desafueros que se cometieron para lograr su aprobación fueron señalados en muchos espacios de opinión durante años (incluyendo este), pero eso no importó. El resultado, perfectamente previsible, fue poner en riesgo el proyecto al que el gobierno le entregó todos sus esfuerzos durante dos periodos presidenciales.
¿O quizá no? Porque puede que, en vez de debilitarlo, la sentencia de la Corte le aporte al proceso una pizca de legitimidad, que buena falta le hace. No olvidemos que el acuerdo fue derrotado en las urnas bajo reglas favorables a su aprobación, de lo que tuvo que ser rescatado por una exótica refrendación parlamentaria. Con el ‘palo en la rueda’, la Corte tal vez exaspere al gobierno, pero salve la paz. Y, de paso, la democracia.
Las ruedas de la democracia no siempre giran con suavidad, a menudo se obstinan y se resisten a avanzar. Pero ese no es un defecto en su fabricación, pues no fueron concebidas para la eficiencia, sino para la moderación. Cuando se quiere que algo suceda, esa parsimonia puede llegar a ser —seamos francos— insoportable. Por eso desconfío de quienes dicen, sin más, “Soy un demócrata”. No cuestiono su sinceridad, sino la definición del término. Pues habría que ser una persona muy peculiar para afirmar, en todos los asuntos públicos: “Mi sueño es que se cumpla lo que la mayoría quiera”. No, todos tenemos una visión de sociedad que nos gusta más que otras y que desearíamos llevar a la práctica. Uno quiere que pase lo que uno quiere que pase. Nadie, salvo, repito, un ser muy extraño, es demócrata en el sentido de preferir la voluntad promediada del prójimo a la propia. Pero eso es, por naturaleza, el objetivo de la democracia.
Sin embargo, ‘ser demócrata’ también puede ser algo más sencillo: comprometerse a respetar ciertas reglas de juego aun cuando el resultado no es el que uno quisiera. Y eso es muy distinto al sistema por el que las Farc lucharon durante medio siglo, que consistía en una dictadura socialista a la cubana o la venezolana. Lo que obtuvieron, en cambio, fue hacer parte de este sistema frustrante e imperfecto, que sacrifica eficacia para limitar el abuso de poder. El fallo de la Corte les enseña las nuevas reglas de juego, en las que la voluntad no se impone por la fuerza, ni por decreto, sino por la persuasión. Esa es, señores de las Farc, la democracia. Bienvenidos.
@tways / ca@thierryw.net
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