Acaba de fallecer Kenneth Arrow, un gigante de la Economía que hizo, entre muchas cosas, penetrantes estudios sobre lo que se conoce como ‘riesgo moral’. Hay formas técnicas de definirlo, pero acudiré aquí a una muy sencilla: se trata del cambio en el comportamiento de una persona cuando se siente protegida ante una consecuencia indeseada. Si he asegurado mi carro contra robo, por ejemplo, me arriesgaré a dejarlo estacionado en la calle; pero si no tengo seguro, preferiré dejarlo únicamente en parqueaderos vigilados. La disponibilidad de condones —otro ejemplo—, como reduce el riesgo de enfermedades venéreas, dispara la promiscuidad sexual.
He recordado ese concepto porque la negociación en curso con el Eln tiene un alto riesgo de riesgo moral. También lo hubo en la negociación con las Farc, pero es mayor ahora, pues el Eln debe suponer, no sin razón, que las concesiones que obtenga del Estado no pueden ser inferiores a las que obtuvieron las Farc. Y eso quiere decir que el Eln puede delinquir hoy con total libertad, pues cualquier delito está indultado a priori por el eventual acuerdo.
Sabemos, porque ellos mismos lo dijeron, que el Eln estuvo detrás del atentado del 19 de febrero en La Macarena, en Bogotá. La explosión, que el grupo guerrillero reivindicó con absurdas justificaciones, dejó un policía muerto y más de 20 heridos.
Aceptemos desde ya que, pese a haber una confesión de la autoría del crimen, nadie será castigado por el dolor y el daño causados. Pero hay algo peor: el Eln tiene un incentivo para ser más violento y sanguinario. Cada atentado adicional produce más presión para negociar un cese al fuego del gobierno. ¿Por qué no una bomba más, o dos, o diez? Al fin y al cabo la pena por dos o por diez será la misma: ninguna. Mejor actuar en grande y forzar así la firma de un acuerdo.
Ese es el retorcido laberinto moral que hemos construido para salir de la violencia. Se puede reducir el riesgo, pero la negociación tendría que comenzar de cero, sin tomar como punto de partida lo alcanzado por las Farc. Es casi imposible que así sea. Sin siquiera la amenaza de cárcel para desestimular el terrorismo, la sociedad colombiana está expuesta, como hace años no lo estaba, a más bombas y asesinatos.
Ojalá termine pronto esta “era de negociaciones” (que comenzó en 2002 con los paramilitares, o antes, con el M-19 y los carteles), para emprender por fin la reconstrucción moral del país. Aunque sea con el loable propósito de terminar la guerra, no se violan todos los principios básicos de la sociedad —como la condena al homicidio y el secuestro— sin que ello traiga consecuencias. Nos indigna el mal ejemplo que dan a la juventud las telenovelas de capos, ‘prepagos’ y sicarios, pero no imaginamos que el ejemplo que promovemos desde el mismísimo Estado pueda dejar secuelas.
Y claro que las deja. Estoy seguro de que, por vías directas e indirectas, por vías incluso subliminales e inconscientes, nuestra presente bancarrota moral, que se manifiesta en el imperio de la corrupción y en índices submarinos de confianza en las instituciones, es consecuencia, en parte, de esas transacciones que devalúan la ley y la justicia. Las generaciones futuras tendrán el reto granítico de romper ese círculo ya no vicioso, sino diabólico.
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