Los lunes por la mañana en el Hospital Universitario de San Ignacio en Bogotá, alcanzaba a ver las manos arañadas y pulladas del Profesor Ernesto Bustamante. Había pasado el fin de semana en su finca en las afueras de Bogotá cuidando su cultivo de rosas, esas flores que, cuando nacen en Colombia, son las más apetecidas del mundo, con todo y sus espinas que accidentalmente lesionan las manos de quien con pericia y celo las protege. Pienso que el lenguaje simbólico de la generosidad es la docencia, el desprendimiento de conocimientos de un maestro para trasladárselos a sus alumnos, esperando que lo superen y vuelen todavía más alto. Tuve la fortuna de tener al mejor a mi lado durante dos décadas y media.
Ernesto Bustamante viajó desde Medellín a formarse con el pionero de América Latina, Alfonso Asenjo. Bajo su tutela llegó a Santiago en donde inició su entrenamiento en Neurocirugía. Asenjo reconoció al inquisitivo clínico y cirujano diestro. Intentó sin éxito imaginarme el rostro estricto del profesor chileno escudriñando las expresiones y gestos faciales del Maestro Bustamante, quien en silencio cuestionaba las telarañas de la semiología neurológica del paciente en estudio.
La carrera académica del Doctor Bustamante se inició en la Universidad de Antioquia, con la formación de alumnos y una producción académica que enaltece su vocación pedagógica. Siempre pensó que la clínica y la cirugía eran un matrimonio indisoluble y parejas complementarias. Libró una lucha constante para mantener neurociencias en la misma aula académica. Sus cirugías comenzaron a calar en el ambiente incrédulo de los resultados, y en la medida en que la experiencia se enriquecía, nuevas propuestas quirúrgicas aparecían.
Durante los 26 años que pasé a su lado, no puedo recordar un solo día sin verlo estudiar. La biblioteca y los textos fueron sus compañeros más cercanos. Organizó con éxito el Congreso Latinoamericano de Neurocirugía en Medellín, entre otras actividades.
Su producción académica fue robusta y prolija, como él mismo. Escribió centenares de artículos médicos y en doce libros publicó sus mayores tesoros, algunos de ellos apoyados por la Asociación Colombiana de Neurocirugía, que en ese entonces vimos como una especie de brazo educativo de la entidad. En la Academia Nacional de Medicina fue un innovador; sus conferencias, de lujo, eran imperdibles. Fue el primero en hablar con la elocuencia que da el conocimiento, de las neuronas espejo y de los memes. La profundidad de sus investigaciones y escritos era oceánica.
Los últimos años su luz en el hogar fue apagándose, por las dolencias propias de la edad y, cuando las conexiones sinápticas dejaron de recibir energía, el Maestro murió. Ana María, su hija, y su nieta, le acompañaron con alegría. Y vaya si en mi país no es un privilegio morir de muerte natural.
He pensado que cuando un neurocirujano latinoamericano muere, deja un pequeño Asenjo en el continente. Cuando viaje un par colombiano, con gratitud diré que dejó un cromosoma Bustamante. Sí, mi Profesor querido, el de la vida silenciosa y las enseñanzas elocuentes, a quien con seguridad también recordaré siempre que vea una rosa. Así como cada vez que el día de San Valentín escuche un avión en el cielo con rumbo a Estados Unidos, lo imaginaré cargado de esos 700 millones de tallos que en esa fecha les sirven en otras latitudes a los enamorados para decir: “Te quiero”.