
N-E-G-R-O
El episodio que protagonizó la mujer cartagenera que, tras un incidente de tránsito, no tuvo ningún reato en imprecar al taxista que estrelló su pequeño automóvil usando la palabra ‘negro’ (“Eres un negro hijo de puta”. “Todos los taxistas son unos negros malparidos”. “Negro”. “N-E-G-R-O”), no es sorprendente; como siempre, lo verdaderamente extraordinario es que los internautas, los comunicadores y los consumidores de medios nos escandalicemos durante 5 minutos por una conducta que es el resultado de medio milenio de valores enquistados en lo más profundo de la psiquis nacional. Por supuesto que es una postura anacrónica e imbécil, pero eso no la convierte en extraña.
Cartagena de Indias (así, con el sufijo pomposo) se nombra a sí misma con las letras de ultramar desde cuando Pedro de Heredia se ahogaba en calor y mosquitos; cada vez que se presenta una oportunidad apela a su condición de consentida del imperio, a su dignidad de ciudad valiente, a la estirpe de sus sangres más viejas y, por supuesto, a la supuesta superioridad, incontestable y necesaria, de, digamos, la raza más clara (ya que mucho blanco no es que se vea por allá).
Estas convicciones no son fáciles de extirpar, los siglos las atenúan, las adormecen, las guardan tras las puertas de los armarios, pero no las desaparecen del talante de una sociedad que prosperó de la mano de la esclavitud, esa solución económica que, además de dinero, produce argumentos que justifican la más oprobiosa separación entre individuos de la misma especie. Ya no hay esclavos, o por lo menos no formalmente; ahora, en cambio, hay sirvientas, jardineros, obreros, boxeadores y taxistas, todos pobres, todos estigmatizados, todos intuidos como potenciales delincuentes, negros corronchos, emancipados solo de nombre.
Esa élite de mentiras, venida a menos hace tiempo, a la que pertenece la muy trigueña insultadora de taxistas, supone que le asisten derechos heredados para seguir intentando desaparecer los valores de las comunidades que desprecian, para reducirlos, para hacerlos olvidar quiénes son; los quieren huérfanos, los quieren ignorantes, los quieren aislados, para poder convertir el látigo de antes en los insultos racistas de hoy, en los salarios de miseria, en los rechazos a solicitudes de membresía al Club Cartagena. Ellos quisieran no tener que conducir carros compactos baratos, no tener que camuflarse en lo políticamente correcto, no obligarse a tolerar a estos igualados de piel color noche sin luna; ellos quisieran hacerse un tratamiento de blanqueo exprés, para ser blancos de verdad y agitar al aire, amenazante, la fusta de castigo, cada vez que algún insurrecto se atreva a rozar con el bómper de su taxi alguna de sus propiedades.
La conductora del otro día, presa de su ira y de sus ínfulas de dama española, no es una extraña, es nuestra, representa lo más profundo de nuestra conciencia nacional; ella y su boquita pintada repitiendo una y otra vez: “Negro hijo de puta”, “Negro”, “N-E-G-R-O”.
Jorgei13@hotmail.com
@desdeelfrio
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