Decía Carlos Granés, en una de sus columnas más recientes, que casi todos los políticos en América Latina eran personajes desmedidos. El autor sustentó su afirmación con una relación de varios mandatarios que han sido elegidos democráticamente en esta parte del mundo, a la derecha o a la izquierda, y que no se distinguen por su templanza. Creo que sobra escribir los ejemplos aquí, pero no será difícil para el lector saber quiénes son: llegan a la presidencia, no para gobernar a su país, sino para salvarlo.
En una línea similar, en el 2016, exasperado por algún desbarajuste que padecíamos, propuse un ensayo menor en este espacio, a ver si podíamos cambiar ciertas constantes de nuestra cotidianeidad. Advertí, desde luego, que no debía tomarse en serio, pero sí pretendía hacer énfasis en las malas prácticas que distinguen buena parte de la gestión en el ámbito público. Se trataba de elegir una entidad cuyo tamaño no fuese tan grande, y entregarla por una década a unos administradores elegidos por una consultoría independiente, a lo cazatalentos. Debíamos permitirles libertad y autonomía en sus decisiones, no interferir con sus presupuestos o proyectos, no sugerirles contrataciones, no invitarlos a ningún acto público ni social, que nunca visitaran el Senado; que simplemente hicieran su trabajo. Luego revisaríamos los resultados y podríamos sacar conclusiones.
Ese ejercicio imposible tiene pertinencia todavía. Cada vez que escucho a cualquier político emitir declaraciones afectadas, a veces absolutas, temerarias, arropadas por certezas que están lejos de comprobarse, pero llenas de una preocupante confianza, recuerdo aquello que escribí hace años.
Gobernar, dirigir, administrar, como toda responsabilidad, es un asunto complejo. Se deben tomar decisiones, marcar pautas, corregir sobre la marcha, aceptar errores, aprender de los fallos. Cualquier país, salvo excepciones, es una enredadera de problemas atávicos, divisiones regionales y disputas, por eso hace falta gente muy preparada, empática y con experiencia para liderarlo, para permitir que los ciudadanos vayan solucionando sus asuntos bajo unas reglas comunes y un marco de seguridad.
Eso es justamente lo que escasea por estos lares. Lo que suele pasar es que la capacidad técnica, que la tenemos, se ve enfrentada a la muralla política que rodea todo lo que compete al Estado. El criterio racional se desvanece ahí, cuando entran otros actores al juego, con sus propias necesidades y exigencias, o peticiones expresas de recursos y comisiones.
Se requiere un gerente. Gobernar, no salvar. No será sólo con retórica que vamos a progresar.