Configurando una experiencia personal y anecdótica, coincidió mi lectura de un pasaje del libro El hilo de oro, de David Hernández de la Fuente, con los sucesos del 20 de julio durante la reciente instalación del Congreso. Hacia la mitad de su interesante ensayo sobre el valor de los clásicos en la actualidad, el autor, en azarosa discrepancia con lo acontecido, tras suponer que en estos tiempos la democracia parece consistir en que todos puedan decir de todo, echa de menos el discurso público ejemplar y prestigioso, especialmente cuando proviene de figuras del ámbito de la política que se hayan ganado la confianza del ciudadano. Luego, apoyándose en Aristóteles, elogia la moderación y advierte sobre las consecuencias de la demagogia.

No es preciso detenerme en exceso sobre el fondo de las manifestaciones que se dieron en el salón elíptico, puesto que seguramente algunas motivaciones tendrían quienes incomodaron constantemente el discurso del presidente, de los subsiguientes oradores y de buena parte de la sesión. Tampoco es que sea la primera vez que eso pasa. Me limito, por lo tanto, a hacer un comentario sobre las formas y la vieja idea que puede haber detrás de ese tipo de gestos, quizá exagerados, pero sin duda groseros, más como una inútil recomendación que como un indebido reclamo.

Alejado desde hace bastante rato de las inquietantes especulaciones y juicios que pueblan las redes sociales, reviso un par de veces al día los titulares y el contenido de algunos de los artículos consignados en los medios relevantes. Esa costumbre, nada especial, me ha permitido tener una interpretación tranquila de la mayoría de los acontecimientos. Por eso, ver los vídeos que informaban sobre el evento de posesión de los congresistas me recordó las razones que me llevaron a desactivar los espacios de discusión digital de mi cotidianeidad, una especie de confirmación del estado de las cosas y de su evolución. Esos comportamientos pueden ser relativamente tolerables entre los ciudadanos comunes y corrientes, a los que poco se les pide, pero deberían ser exóticos entre quienes tienen la responsabilidad de tomar las decisiones más importantes de nuestro país. Dan malas señales y propician el desorden.

Las expresiones irreverentes son bienvenidas, como no, pero no deberían filtrarse por todos los ámbitos, mucho menos dentro de la esfera del ejercicio político formal. La comedia y la sátira, tan poco explotadas en nuestro entorno, suelen ofrecer espacios propicios para destacar, con la inteligencia y picardía propia de los artistas, las inconformidades con quienes están expuestos al análisis popular. Son costumbres milenarias que no en vano han perdurado, a pesar de los usuales baches de censura y totalitarismos. No están libres de peligros, sabemos que no han sido del todo impunes la burla y el reclamo a los gobiernos, sin embargo, como lo menciona Hernández de la Fuente, eso es otro asunto y hay reglas que deben primar en el espacio público, donde no tienen cabida las ofensas gratuitas y desvinculadas de la crítica legítima. Ojalá que lo que vimos el 20 de julio sea un accidente y no anticipe los tiempos por venir. Ojalá tengamos más moderación.

moreno.slagter@yahoo.com