El Heraldo

Literatura y conflicto

Nuestro conflicto, que hace poco cumplió cincuenta años, no se enmarca apenas –como tantos quisieran– al interior de la selva. Es cierto que la brecha social se ha acortado estos últimos años, pero el hambre y la miseria y la impiedad y la corrupción y la carencia de justicia siguen allí, agazapados. Esa guerra no terminará con la mera firma de un papel en La Habana, pero evitará sacarnos más callos en los pies por lo que podremos avanzar más rápido (trasladando a la educación y la salud el grueso rubro que hoy se llevan los militares, por ejemplo).

Si sabemos que el hombre necesita saberse acechado por la muerte para sentirse vivo, ¿sirve de algo saber que la guerra que se padece aquí es tan atroz como la sufrida en cualquier otro lugar? ¿Por qué escribir sobre el odio, sobre la guerra, sobre el conflicto colombiano? “Para reconocernos cono nación”, “Para entendernos”, “Para no olvidar nuestra historia”. Podría dar otras respuestas, pero prefiero citar aquella anécdota de Ajnatova:

“En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me “reconoció”. Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja): –¿Y usted puede describir esto? Y yo dije: –Puedo. Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro”.

Ese capacidad de lograr sensibilidad en el otro llena de esperanza, reconforta; hace querer seguir con vida pero, especialmente, ayuda a aliviar nuestro dolor; ese dolor que desde que nacemos corre paralelo a nosotros; ese dolor al que a veces creemos sacarle un par de pasos de ventajas pero que –tarde o temprano, de una forma u otra–, se tatúa en nuestra piel, incrustándose en nuestros corazones. En este sentido la literatura –el arte en general– semeja esa confesión o esa catarsis que nos ayuda a sanarlo.

“Me rehúso a aceptar el fin del hombre. Es bastante fácil decir que el hombre es inmortal simplemente porque perdurará. Es inmortal, no porque sea el único espíritu capaz de compasión y sacrificio y resistencia. El deber del poeta, del escritor, es escribir acerca de estas cosas. Es un privilegio aligerar el corazón del hombre para ayudarlo a resistir, al recordarle el valor y honor y orgullo y esperanza y compasión y caridad y sacrificio que han sido la gloria de su pasado”, leyó Faulkner cuando ganó el Nobel.

La literatura, que en principio tiene como única función proporcionar el placer de su lectura, abre a la vez nuevas posibilidades de acercarnos y entender nuestro conflicto. No hay en ella sesudos y “ladrilludos” análisis; ni tampoco dispendiosas estadísticas que con facilidad cansan a nuestra mente. En cambio, cuenta historias humanas, normalmente carentes de juicios de valor, de prejuicios o de falsos moralismos. Al hacer a un lado las conveniencias, el arte en general –el buen arte, me refiero– genera la conciencia colectiva necesaria para hacernos, como especie, cada vez mucho mejor. 

@sanchezbaute

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