Me correspondía hablar después de Terry Brazelton. Nunca me sentí más incómodo: el pediatra norteamericano ingresó —como los grandes artistas— por la parte trasera del auditorio, y más de cuatro mil personas —la mayoría mujeres—, aplaudían de pie emocionadas.

La razón de tanta admiración es que este doctor creó “la escala neonatal” que permitía valorar —al tercer o cuarto día de nacido—, la calidad de las respuestas de un bebé y la cantidad de estimulación que necesitaba. Además, se le conoce como el “Padre de la Puericultura”. Casi todas las madres del mundo aprendían a cuidar a sus bebés mediante los manuales que él escribió.

La gente trasformó la “prueba de Brazelton” en sinónimo de inteligencia, y estimaba que esta venía genéticamente desarrollada y que el ambiente podía modificarla en no más de 20 puntos.

Las ciencias humanas se han preocupado de resolver la dicotomía de si somos más producto de nuestra herencia biológica o de la influencia del ambiente. Y nuestra ignorancia nos ha llevado a cometer grandes errores e injusticias.

Rousseau nos asignó a los padres la tremenda responsabilidad del destino de nuestros hijos. Ellos son “buenos salvajes”, y de nosotros dependía que floreciera todo lo bueno, o que se desviaran adquiriendo todo lo corrupto de la civilización. Así, la mayoría de madres y padres cargan con la responsabilidad del destino de sus hijos. De nosotros dependería que sean personas exitosas, responsables, que obtengan buenas notas, que eviten el alcohol y las drogas.

Pero esto no es tan cierto. Un porcentaje importante de lo que la persona llega a ser está pre-hecho antes de su nacimiento, donde la cultura juega un papel secundario.

Los cuidadores primarios son muy importantes, y la influencia que ejercen sobre sus hijos marca muchos aspectos de la vida. No es lo mismo un padre afectuoso que el que humilla, golpea o abandona a sus hijos. El buen o mal trato define mucho sobre la felicidad de la persona. Las oportunidades que un cuidador le puede brindar pueden asimismo asegurar sus éxitos y fracasos.

Hay estudios que muestran que las madres construyen un hijo imaginario a partir de los tres años —cuando le regalan la primera muñeca—, y cuando nace el hijo real quieren moldearlo, como si fuera una plastilina, para que se asemeje al hijo imaginario, olvidando que este trae unas características dadas biológicamente. Ninguna persona decide si va a ser hombre o mujer, ni escoge ser extrovertido o introvertido, nadie elige ser heterosexual u homosexual, nadie quiere ser esquizofrénico o bipolar.

Muchas veces la cultura violenta a las personas cuando les exige determinadas características que no están en su ADN. Muchos sufren discriminación por el color de su piel, por su raza, por su homosexualidad o porque su figura física no concuerda con los estándares culturales de belleza.

Siempre será beneficioso dar a las personas, desde el inicio de sus vidas, todas las herramientas necesarias para que puedan desenvolverse en el mundo. Pero no les exijamos que sean lo que ellos por naturaleza no son.

Por último, quería comentarles que, tras haber hablado en el evento después de Brazelton, nunca más me invitaron a Brasil.

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