Poco sabemos de nuestros pueblos originarios. Desde que llegó el invasor montado en un caballo, arrasando con la vida de los nativos y destruyendo su cultura, hemos caminado por senderos que no nos pertenecen.

Nuestros pueblos originarios tenían una manera propia de vivir en armonía con la naturaleza y se orientaban con la sabiduría de los antepasados, convivían y dialogaban con el entorno, con los árboles, los ríos, el mar. La Tierra era el paraíso.

Infortunadamente, cuando llegaron los europeos produjeron una ruptura, y los nativos nos quedamos sin ideas propias; y ante tamaña desnudez, no se ha tenido otra alternativa que nutrirnos de la civilización europea. No tenemos otro destino que copiar a las culturas española, francesa, alemana, italiana o norteamericana. Como dice el humanista Gastón Soublette: “No tenemos nada original que proponer”.

En estos días, viendo en Netflix la serie de Ciro Guerra Frontera verde, se puede observar la lucha entre lo antiguo y lo nuevo. Mientras el pueblo originario del Amazonas trata de mantener la relación sagrada con las cosas, con los elementos de la naturaleza, con la sabiduría de los antepasados, nosotros —los nuevos— nos hemos dejado encandilar con el utilitarismo anglosajón, donde carecemos de referentes trascendentes. Nuestra meta cultural es el dinero, el poder, el rendimiento. Parece no importarnos que el oxígeno que respiramos disminuye de modo irreversible por el gas carbónico de los automóviles y fábricas, y por la devastación de los bosques. No nos importa talar o incendiar los árboles de la selva amazónica y de otros lugares indispensables para nuestra existencia, si eso produce dinero.

Los países ricos producen cerca de 500 toneladas por año de residuos tóxicos, arsénico, cianuro, mercurio y derivados del cloro que desembocan en las aguas de ríos y mares. Nuestra capa vegetal recibe cargas dañinas de plaguicidas. A todo esto lo llamamos “progreso”.

Frontera verde nos permite vislumbrar que hay otras formas de vida donde el ser humano recupere su mirada sobre sí mismo y no solo hacia el exterior, como si fuera el engranaje de una máquina cuyo único fin es producir riquezas.

Ningún autor ha sido tan lapidario, para juzgar esta sociedad liberal, como el coreano Byung-Chul Han. En su obra La sociedad del cansancio nos muestra al hombre contemporáneo como un sujeto de rendimiento que se autoexplota. Un hombre cansado, con falta de fuerzas, sumiso, subordinado y humillado, sujeto a la voluntad de otro con fines de servirle o complacerle. En definitiva, vivimos en un mundo donde la mayoría debe demostrar cada día rendimiento hasta el cansancio, para que unos pocos tengan disfrute sin límite.

Ideales como la igualdad, la seguridad, la libertad y la felicidad que nos ofrecía este mundo liberal, los vemos cada vez más lejanos. Este paradigma económico tecnológico que arrasa con los elementos más preciados de la naturaleza, que nos hace menos solidarios y más “imbecilizados” por las redes sociales, seguramente un día llegará a su fin. Ojalá, como nos propone Frontera verde, lleguemos a un equilibrio entre lo material y lo espiritual. Lo natural y lo artificial.