Un río de carnaval
La conexión ineludible de Cartagena con Mompox sirve de contexto para contar la historia de la bifurcación del río por Calamar, y la de la construcción del Canal del Dique, esa gran obra de ingeniería colonial, hecha con el sudor tormentoso de hombres que lo cavaron a manos y con palas.
Pasó mucho tiempo en que el río Magdalena fue ignorado por los habitantes de Barranquilla, una ciudad que por naturaleza es fluvial y en donde termina el río que atraviesa el país antes de desembocar en el mar Caribe. Mucho antes de que existiera la Avenida del Río, un amigo francés que vino a dictar unas conferencias me dijo que primero que todo lo llevara a la orilla del río. Lo dijo con tanta urgencia que al día siguiente de su llegada lo llevé a Las Flores donde vimos pasar majestuosa la corriente de agua dulce, color de caramelo por los sedimentos que arrastra. La emoción que embargaba a mi amigo me contagió. Fue entonces cuando comprendí que viviendo en las riberas no estamos compenetrados con la caudalosa fluencia del Magdalena que nos abraza y nos define.
Regresé a esa sensación que tuve entonces leyendo Magdalena, el libro más reciente de Wade Davis, un antropólogo canadiense que lo conoce mejor que cualquier colombiano. Y no solo por todo lo que sabe sobre él; es porque lo ha recorrido a pie, en lancha, en barco, hasta su nacimiento en el páramo de las Papas en el macizo central de los Andes. La descripción que Davis hace de la subida que hizo hasta esas alturas montañosas produce asombro. Uno siente que está viviendo con sus palabras una experiencia como solo la puede tener quien explora con pasión los riachuelos, arroyos y cascadas que se desprenden por la cordillera para unirse y dar origen a varios ríos, entre ellos, el Magdalena. Ahí nos cuenta un poco la historia de los sabios como Humboldt, Mutis y Caldas que nos legaron la ciencia que gira en torno a la fauna y la flora, la geografía y la geología, únicas en un país como Colombia, uno de los pocos del planeta con mayor riqueza biodiversa.
La parada que hace la narración de Davis en la depresión momposina contiene relatos cargados no solo de historia sino también de rico sabor sobre la Costa. Al borde de unos de los brazos del río, Mompox, una ciudad viva “más que un pueblo colonial estancado en el tiempo”, como suele pensarse, es recobrada en el libro de Davis evocando en palabras de sus habitantes a Simón Bolívar, que se detuvo en ella no solo cuando ya bajaba en su laberinto hacia la muerte como lo cuenta García Márquez, sino por su significado para la gesta libertadora: “Si a Caracas le debo la vida, a Mompox le debo la gloria”, dijo el Libertador en una de sus proclamas.
La conexión ineludible de Cartagena con Mompox sirve de contexto para contar la historia de la bifurcación del río por Calamar, y la de la construcción del Canal del Dique, esa gran obra de ingeniería colonial, hecha con el sudor tormentoso de hombres que lo cavaron a manos y con palas. Los últimos capítulos del libro nos ofrecen descripciones memoriosas de la Costa, de sus pueblos indígenas, de su gastronomía, y en particular de su música, porque en la corriente del río viene engarzada la música del Carnaval de Barranquilla, que mana sin descanso de las poblaciones del bajo Magdalena para llegar a nutrir la fiesta más grande de Colombia, que es sin duda la del río.
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