Hay futbolistas que a través de tres o cuatro magníficas jugadas se ganan el reconocimiento y la admiración de los hinchas. Jugadores como James, Luis Díaz por ejemplo se instalan en la sensibilidad de estos, en su corazón. Son los preferidos y más mediáticos. Hay otros, que necesitan de la entrega y la regularidad.

Y a través de esas condiciones se van transformando de jugadores complementarios a jugadores importantes. Jefferson Lerma es el mejor ejemplo de estos. Lo volvió a demostrar en los dos partidos recientes de la selección Colombia. Otra vez fue un gregario cinco estrellas, que ocupa inteligentemente todos los lugares. Que apoya con criterio y técnica responsable la salida desde atrás; que distribuye correctamente el balón; que protege el avance de sus compañeros en caso de pérdida de la pelota o para auxiliar en caso de un pase atrás para oxigenar la jugada.

Lerma, además, entiende cuándo tiene que convertirse en un tercer defensa central, y aprovecha su estatura para defender con éxito los lanzamientos aéreos del rival. Juego aéreo que también usufructúa en el área contraria convirtiéndose en uno de los mejores exponentes de esta nueva fortaleza de la selección (siempre el juego aéreo fue una debilidad en el estilo de las selecciones Colombia).

Y, cuando el trámite obliga a endurecer la disputa del balón, a poner la pierna con vigor y decisión, Lerma dice presente. Desde la llegada de Néstor Lorenzo a la dirección técnica, Lerma fue ubicado como volante central y, a mi juicio, allí encontró su mejor hábitat. Es el jugador dueño de la camiseta de la regularidad.

Siempre juega muy bien, aunque no lo declaren la figura. Su estilo tal vez no sea fascinante, pero parece estar convirtiéndose en imprescindible.