En un mundo altamente poligámico como el del fútbol, donde los jugadores en su mayoría van cambiando su amor por una camiseta, de un lado a otro, besando orgullosamente cada nuevo escudo el día de la presentación oficial. En el que, incluso muchas veces el jugador está físicamente en un lugar, en un equipo, pero su cerebro, por él o por la gestión o ambición de su representante, está en otro.
En la primera, hay una legítima actitud humana y profesional de cambio, de mejora, de esperanza.
La segunda trae implícita una actitud desleal. Digo, que en ese escenario se pueden encontrar, pocos, amantes monogámicos.
Messi es, o era, uno de ellos. Su filiación sentimental con el Barcelona nació desde la niñez y luego y durante 20 años fue una relación maravillosa, exitosa y deja un inolvidable legado emocional y profesional.
Messi, con su extraordinario talento creativo y goleador, ha escrito en el Barcelona una de las páginas más virtuosas en la historia reciente del fútbol. En las últimas dos décadas el trono del mejor ha estado ocupado por él.
Pues bien, hace dos días esa larga y comprometida relación llegó a su final (según versión oficial y si no se da reversa en los próximos días). Por algunos tejemanejes financieros y vericuetos jurídicos se fue al traste, hasta hace unas cuantas horas, la casi garantizada continuidad de Messi en el equipo catalán.
Y, más allá de lo que esto provoca en el sentimiento del hincha del club, de lo que puede acarrear para la imagen, competitividad y economía del La Liga de España, a mí, como apasionado del fútbol, como hincha de la clase de Messi, me genera una emocionada expectativa dónde y con quién jugará Lionel Messi a partir de ahora.
Mi cerebro futbolero viaja ilusionado y lo ve en Italia, en la ‘Juve’, al lado de CR7 para ver si sus respectivas grandezas pueden convivir.
También, en el PSG conduciendo al millonario club francés a ver si congenia con Mbappé y Neymar en un tridente que teóricamente suena fantástico. Donde quiera que vaya, los amantes del fútbol lo seguiremos.