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Magdalena, el río

Aprendiendo de lo vivido, en momentos en los cuales hay mucha ansiedad por sacar adelante la alianza público privada (APP) que le devuelva la navegabilidad al bajo y medio Magdalena, debemos recordar que lo que en su momento se celebró como desarrollo, sigue teniendo un siglo después, grandes impactos en la salud de nuestro planeta.

En las navidades pasadas recibí de mis hijos el libro Magdalena, Historias de Colombia, de Wade Davis como regalo. Confieso que empecé su lectura con no muchas expectativas. Las referencias que recordaba del autor estaban asociadas a su trabajo para visibilizar las culturas indígenas del mundo, en especial las americanas; su maravilloso documental, El sendero de la anaconda, y algo reciente asociado con la pandemia. Ni remotamente llegué a imaginar la forma en que la narrativa de este antropólogo iba magistralmente a enlazar la historia de nuestro país con el río.

Para alguien como yo, que la historia de su familia y de un número importante de gratos recuerdos de infancia están asociados al río y a una población ribereña, leer en el prefacio que: “El río Magdalena no es solo la principal arteria del país; es la razón por la que Colombia existe como nación”, tuvo el mágico efecto de atraparme en su lectura, casi de manera ininterrumpida por dos días.

En una de las múltiples historias que contiene la obra y que yo conocía parcialmente, encontré, por su relación con hechos actuales, una fuerte motivación para buscar referencias adicionales y para escribir esta columna.

Muchas veces escuché a mis mayores hablar del buque David Arango y de las características que hacían de él un palacio flotante. Las historias de las fiestas distinguidas que se celebraban en sus salones, comparables con las que se realizaban en los hoteles más famosos de la época, las oí de múltiples fuentes, compartiendo todas ellas la nostalgia por lo que un voraz incendio, en el puerto de Magangué, terminó para siempre: la navegación a vapor por el Rio Magdalena. Lo que nunca nadie me contó y yo no me había ocupado de investigar, era el impacto medio ambiental que había significado esta forma de transporte para nuestro país.

Resulta que la energía necesaria para poder mover esos barcos provenía de toneladas de madera que debían ser cargadas en frecuentes paradas a lo largo de los recorridos. Esa deforestación “necesaria” para mantener la navegación fluvial activa, se sumó a otros factores que hicieron que la cuenca del río perdiera alrededor del 70% de sus bosques, generando que hoy el Magdalena lleve cargas de sedimentos que al menos quintuplican la de ríos más caudalosos como el Amazonas o el Paraná. Adicionalmente, la alteración del ecosistema extinguió varias especies de animales y colocó a otras en serio peligro de extinción.

Aprendiendo de lo vivido, en momentos en los cuales hay mucha ansiedad por sacar adelante la alianza público privada (APP) que le devuelva la navegabilidad al bajo y medio Magdalena, debemos recordar que lo que en su momento se celebró como desarrollo, sigue teniendo un siglo después, grandes impactos en la salud de nuestro planeta.

Si bien, en palabras de la ministra Orozco, el transporte de carga por el río reducirá las emisiones contaminantes por tonelada transportada en cerca del 62%, cuando se compara con las producidas al transportar mercancías en modos tradicionales, como el terrestre, antes de intervenir el cauce debemos estar seguros de que la buena intención de ser amigables con este pedacito de universo se materializará y no terminemos replicando el perverso ejemplo del que usa vehículos eléctricos que recarga con energía proveniente de termoeléctricas.

hmbaquero@gmail.com
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