Ocho de los diez países más desiguales del mundo se encuentran en América Latina (ONU y Banco Mundial). Colombia es uno de ellos. Esta situación no parece mover fibras de solidaridad de los sectores más pudientes o que merodea el poder político y económico del país. La pandemia agravó las desigualdades y ocasionó una crisis que afectó toda la organización social, incluyendo la educación. En América Latina, la crisis ha puesto de relieve las “debilidades persistentes en muchos sistemas educativos y agravado las desigualdades, con “consecuencias devastadoras” para los más vulnerables” (News.un.org). Si la tarea se reduce a pasar de alguna manera el mal momento que vivimos, habrá consecuencias incalculables.
El esfuerzo significativo que han hecho las instituciones colombianas de enseñanza superior para atender la emergencia, ha mantenido a flote la actividad educativa, pero no siempre ha permitido contener todas las dificultades de aprendizaje; lo cual, si se prolonga la emergencia, podría derivar en un impacto negativo en los resultados. La calidad del aprendizaje se ha soportado fundamentalmente, y a veces casi exclusivamente, en el liderazgo demostrado por los docentes, gracias a su compromiso e innovación para evitar que el aprendizaje se detenga y que algún estudiante quede por fuera o relegado de este. Pero esto ha implicado mayor capacitación y esfuerzo profesional, intelectual y material, no siempre bien reconocido.
Todo indica que ocurrirán efectos nefastos en el proceso de formación que se reflejarían en el atraso de muchos estudiantes que avanzan precariamente en sus estudios, la ampliación de la brecha entre universidades y el desgaste de los educadores. Esto podría ser el resultado de la apuesta de que era mejor continuar con la programación académica que haberla reformulado parcialmente por un tiempo. Nuestro afán por cumplir metas, planificar y alcanzar milimétricamente objetivos no es necesariamente lo mejor, pues se actúa como si estuviésemos en una situación normal y justamente este no es el caso; podría ocasionar más stress y minar la tranquilidad, de docentes, estudiantes y familias, que tanto requiere el proceso de aprendizaje. Podríamos caer en una ilusión muy noble pero poco rentable. No responderíamos a un aprendizaje equitativo. La educación en línea no se improvisa, es compleja, demanda recursos, conectividad y estados de ánimo muy altos. Presentar un examen o una prueba académica no es el fin del aprendizaje. La educación es parte de la vida y se educa para la vida. Estamos perdiendo la oportunidad de reflexionar sobre la sociedad, la naturaleza, la historia, nuestra cultura, identidad y lenguaje, la manera de vivir y cómo nos relacionamos.
En síntesis, los problemas de la educación superior se reflejan en la brecha entre la universidad pública y privada; entre las mejores universidades públicas que siguen atendiendo con calidad y recursos y las que no disponen de estos; y entre los jóvenes de universidades que tienen diferencias sociales sustantivas para enfrentar material, tecnológica y emocionalmente la educación en casa. Estos son los desafíos que debemos atender.