Gobernar por decreto y discretamente ha salvado y permitido al presidente alcanzar favorabilidad ciudadana. Cuando gobernaba, su imagen en la opinión pública estaba por debajo de 25%. Con la pandemia, todo se reduce a tratar un problema que, aunque de profundas repercusiones sociales, es un solo aspecto, acotado y que con poder concentrado le ha permitido construir una credibilidad.

Esta favorabilidad no es excepcional pues a nivel mundial los ciudadanos, en situaciones de crisis, respaldan los gobiernos. El gobierno nacional y numerosos gobiernos locales, a pesar de su evidente abuso cuasi-dictatorial, hoy gozan de popularidad. Pero una vez que se supere esta situación, y recuperado el control institucional democrático y la participación de todos los actores en el sistema, podría resultar costosa. Los gobiernos tendrán que gerenciar las arcas vacías, con instituciones maltrechas, una economía damnificada e hipotecada y el aumento de la pobreza, la miseria y la hambruna.

El retorno a la normalidad podría ser desestabilizador por el deterioro social. Algunos van a salir bien librados y serán con creces ganadores, mientras la mayoría pobre será perdedora y se hundirá aún más. Otros sectores, medios, igualmente saldrán mal librados, pues perderán lo que materialmente habían conquistado. El patrimonio de numerosos colombianos terminará engrosando las arcas del voraz y despiadado sistema financiero y pensional privado del país.

Ni los sectores mejor posicionados de las élites colombianas, ni la honestidad gubernamental, calculada, han logrado construir una sincera y eficaz fraternidad entre los colombianos y con el sector de la salud. Se perdió la oportunidad de construir la paz, que hubiese sido tan útil en este aciago momento, para mantener la democracia, superar el choque entre los gobiernos nacional y locales y alejarnos del debilitamiento del tejido social y de los sistemas de salud y educación.

La arrogancia gubernamental ha dejado al descubierto la débil democracia, el aumento de desigualdades y la exclusión social de sectores desesperados por el sorpresivo y acentuado deterioro de sus condiciones de vida. El gobierno y las autoridades de policía utilizan el miedo para que los ciudadanos acepten y legitimen la coerción. Nuestros gobernantes no menguan su discurso agresivo, amenazante y retador con quienes no cumplen sus “iluminadas” órdenes y decisiones, así sean válidas. Operan por decretismo y discretismo como si fuesen enviados divinos. Desde la presidencia y las alcaldías de Bogotá y Cali, aflora la represión y la amenaza con cárcel a quienes no acatan al gobierno; y hasta el comandante de policía de Villavicencio increpa a ciudadanos, en paseos o en futbol, anunciando literalmente su “captura”, como si se tratase de delincuentes; o el médico en Bogotá que ante un bloqueo vial de ciudadanos indebidamente los provoca y acusa impunemente de terroristas.

Como siempre, pesan más las razones financieras de pocos sobre las humanas. Si la preocupación fuese la economía, los gobernantes atenderían prioritariamente el sector informal, que representa la mitad de la economía, movida por sectores medios y pobres, que poco importan.