El Heraldo

El vendedor de hielo

A su paso por la calle, el carro de mula del vendedor de hielo iba dejando un rastro: el agua que se filtraba por la mesa, cuando el enorme bloque de hielo empezaba a derretirse por el calor, a pesar de ir sobre una gruesa capa de aserrín y cubierto con una carpa plástica.

En épocas lejanas, el hielo era casi un artículo de lujo, pues desde la primera fábrica del Sr. Heilbron, en 1879, hasta los años 40 o 50, solo se vendía por grandes bloques o por pedazos. Para el uso diario se compraba al vendedor callejero un trozo de hielo que se conservaba en cajones forrados por dentro en latón, cuando las neveras no eran tan fáciles de adquirir como ahora, dado su elevado costo y las pocas facilidades de crédito que había en aquella época. Las primeras neveras eran bajitas, cuadradas, tenían cuatro  patas y una puerta gruesa y muy pesada que se cerraba con una manija parecida a la de los cuartos fríos de ahora.

El motor, en forma de enorme bola, estaba en la parte superior de la nevera. Para eventos sociales el hielo lo vendían en bloques donde Pompilio Luján en la calle de San Juan (calle 36) con carrera La Paz (cra. 40). En nuestros famosos raspacanillas –reuniones bailables en casas de familia– el hielo era el protagonista. Lo colocaban siempre en el fondo del patio, bajo un palo de mango o de matarratón, cubierto con  aserrín, sobre una mesa de cativo. Allí, con un punzón, lo picaban en pequeños trozos para llenar los baldes de aluminio que ponían en cada mesa  para acompañar las bebidas. Quizá lo más importante que debía tener en cuenta quien organizaba una fiesta era que hubiese suficiente hielo, pues era un hecho que muchas  fiestas se acababan por falta de hielo y no por falta de trago.

Antonioacelia32hotmail.com.

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