Durante gran parte de mi vida me ha sorprendido el recuerdo de un niño asomado por la ventanilla de un bus de transporte intermunicipal en Ciénaga (Magdalena) cuando hacia el tránsito, durante las vacaciones escolares, de Valledupar a Santa Marta. En medio de la algarabía de los vendedores de ‘guineos pasos’ y frituras, y de los vapores candentes que exhalaba la carretera, me asombraba la inmensa estatua de un hombre negro, en actitud guerrera, desnudo, con una cuerda amarrada a la cintura, y un machete blandiendo en la mano derecha.
Crecí escuchando en boca de mis padres y mis hermanos mayores historias de la masacre de las bananeras. De modo que desde la primera vez que vi aquel monumento, descomunal para las dimensiones mentales de mi niñez, supe que se trataba de un homenaje a los trabajadores bananeros masacrados en Ciénaga el 6 de diciembre de 1928.
La estatua de 14 metros, en acero y bronce, fue realizada por el maestro Rodrigo Arenas Betancourt entre 1974 y 1978. Lo sorprendente, y que vendría a saber muchos años después, es que fue hecha para ser exhibida en Curazao y por alguna extraña circunstancia terminó como homenaje a los trabajadores asesinados en Ciénaga, en conmemoración de los 50 años del acontecimiento en 1978.
Aunque la imagen bien podría representar a un hombre negro jamaicano cortador de banano en la región o a uno de los tantos hombres negros colombianos, que migraron a la zona buscando mejores condiciones de vida, todo indica que el hombre que blande el machete es lo más parecido a las representaciones estereotipadas de los negros cimarrones que dibujaban los europeos a su paso por el Caribe en el siglo XVIII. Cosa que no tiene nada de extraño si pensamos en que fue concebida para Curazao, espacio que se caracterizó, precisamente, por las constantes rebeliones de esclavizados durante buena parte de su historia.
Cómo terminó la estatua de un negro cimarrón del Caribe insular como homenaje a los trabajadores masacrados en Ciénaga hace más de ochenta años, es un interrogante que espero resolver a mediano plazo. Lo cierto es que hace un par de semanas, luego de varios años sin pasar por estas tierras, estuve en Ciénaga. Después de una noche sin luz, en comunión con el cielo estrellado, el tono sepia de la luna, y al compás de vallenatos y guitarras en la plaza del municipio, visité por la mañana la estatua de mi niñez.
Cuando le dije al conductor de la bicitaxi que me llevara al monumento de la masacre de las bananeras, no lo dudó un segundo. “Ese fue el negro que peleó aquí contra todo el mundo”, me dijo como quien dice una obviedad, sin inmutarse, mientras pedaleaba serpenteando entre colegas del gremio de transporte más usado en Ciénaga.
La cantidad de improvisados toldos para proteger las ventas de toda clase de comestibles y bisuterías del inexorable sol, apenas sí permiten ver el monumento desde la distancia. En lo que debería ser la entrada para llegar hasta la base que lo sostiene, cuelgan extensas tiras de chorizos artesanales a la espera de la paila ardiente. La vendedora hizo una mueca de fastidio cuando se dio cuenta que mi atención no estaba puesta en su homenaje al colesterol, sino en la estatua repleta de polvo y excremento de aves. Pensé en la fragilidad y en la fuerza de la memoria, y en lo que me había dicho el conductor de la bicitaxi.
El negro no peleó, sigue peleando. Contra las ventas que lo acorralan a pesar de su cimarronería, contra el hecho de estar en un lugar para el cual no fue concebido, y contra algunas personas, que sin saber que había sido moldeado para otro espacio, jamás se acostumbraron a que la memoria de la borrasca que dejaron las bananeras en la región, fuera representada por un negro gigante y desnudo blandiendo un machete al viento.
Por Javier Ortiz Cassiani
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