Según el célebre Miguel de Unamuno, cada idioma “lleva en sí una visión y una audición del universo mundo, una concepción de la vida y del destino humano, un arte, una filosofía y hasta una religión”. Por tal razón, las palabras que usa cada pueblo en la cotidianidad, o ese patrimonio oral que se repite de generación en generación, puede llegar a ser más fuerte que otras manifestaciones culturales. “La lengua es la base de la continuidad, en espacio y tiempo, de los pueblos y es, a la vez, el alma de su alma. Es la sangre del espíritu, es el fundamento de la patria espiritual”, dice una frase inmortalizada por el mismo Unamuno. La lengua es el espejo de los hablantes. Y, si bien el cabal significado de las palabras –el sentido de lo que representan– es definitivo en la vida social, también es cierto que ellas dicen algo más allá de lo que dicen.

El alma del alma del pueblo argentino, por ejemplo, parece aflorar constantemente en esa lengua impregnada de voces indígenas y europeas, con ritmo y entonación característicos, que hoy constituye el español rioplatense propio de Buenos Aires y sus provincias cercanas. Curiosamente, los argentinos usan con mucha frecuencia un término que en Colombia prácticamente desestimamos: prolijo. Según la RAE, prolijo es un adjetivo que tiene tres acepciones: 1. Largo, dilatado con exceso. 2. Cuidadoso y esmerado. 3. Impertinente, pesado, molesto. Aunque la más reconocida y utilizada en el país austral es la segunda acepción, que ha dado origen a verbos como emprolijar (arreglar, mejorar algo), y desprolijar (desordenar, desarreglar). Los argentinos también emplean frecuentemente el término prolijidad o “circunstancia de ser demasiado largo, detallado o pesado lo que se dice o escribe”, tal como creo que lo planteara Borges en La noche que en el Sur lo velaron, “acaso el primer poema auténtico que escribí” –según afirmó–, que en sus versos finales dice “La noche que de la mayor congoja nos libra: la prolijidad de lo real”.

Cuando se observa el uso de tales términos (que los argentinos aplican tanto a personas, lugares o cosas que están limpios y ordenados, como a algo que es correcto, hecho con esmero, con cuidado y pulcritud), uno no puede dejar de comparar la incursión que, contrariamente, hicieron en el lenguaje colombiano expresiones consideradas vulgares, que ampliaron su significación adquiriendo un doble sentido en el que resultaba más posible plasmar la degradación de una sociedad que pronto las incorporó a su léxico habitual. Era natural que en el país no se hablara de lo pulcro, lo metódico o estructurado, porque en los largos años de conflicto armado, narcotráfico y descomposición social, dimos la espalda a todo aquello que significara poner orden. Entretanto, construimos un lenguaje tan procaz como violento, una jerga de expresiones ordinarias y palabras insultantes que revela, tristemente, el alma del alma de nuestro propio pueblo.

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