Pensando en los cuatro carriles para la vía de Santa Marta-Ciénaga-Barranquilla, en un sistema de comunicaciones terrestre que conecte las grandes ciudades, las regiones y los pueblos en general, nos encontramos con la vieja y cada vez más deteriorada imagen de los pueblos a lado y lado de la carretera, en el que cualquiera cree que está en los países africanos sumidos en la miseria, el atraso y la inmundicia, sin agua, sin luz y mucho menos sin alcantarillado o disposición adecuada de excretas. Numerosos niños pipones que algunos confunden como gorditos desnutridos, enviados a recoger agua a transportar pesadas cargas. Y en fin, a olvidar la niñez que transcurre en un presente sin futuro, al lado de la indiferencia de los que tenemos el privilegio de transportarnos de un lugar a otro, sin reconocer que los que están a nuestro lado son tan humanos como nosotros. El espacio parece ampliarse cada vez más entre las grandes comodidades del siglo y la permanencia en medios aún difíciles para las fieras, las basuras nunca desaparecen, las aguas estancadas sirven de fuente para el crecimiento de mosquitos, anfibios, batracios, y otros animales que conviven en aguas nauseabundas, llenas de toda clase de bacterias.
El precioso líquido, de lujo, llega en carro tanques para ser comprada a precios exorbitantes; la energía eléctrica casi no puede prender un bombillo en cada casa, y parece alumbrar más una vela. La limpieza y la sanidad de las áreas son imposibles. Los servicios de atención de salud son peores que cuando me tocaba visitar estos pueblos: Tasajera, Pueblo Viejo, La Isla, Las Trojas de Cataca, de donde regresaba lleno de pescado, mariscos y todo lo que sus habitantes agradecidos me obsequiaban por haberlos atendido. Casa por casa visitábamos con mis compañeros de rural toda la población y llevábamos tratamientos a quienes diagnosticábamos con tuberculosis, enfermedad diarreica, infecciones respiratorias –sobre todo en niños, adultos mayores, embarazadas– y en general toda una población que por consumir pescado sin límites, cayeye, guineo verde, plátano y otros alimentos de alto poder nutritivo, se mantenían en su mayoría sanas. Ahora ya no es fácil consumirlo, hay más dificultades para obtener y vender el pescado, y por ende para pagar el agua y la luz que por días no llegan.
Mientras tanto, una alta recolección de impuestos de peajes se va dispersando sin dejar nada a aquellos que han sido los propietarios de los terrenos que pisamos por encima de sus habitantes. No nos da vergüenza ni pena lo que está pasando a nuestro alrededor, somos indiferentes al sufrimiento de estos pueblos y debemos afrontar las consecuencias cuando estos se levantan furiosos porque han sido abandonados.
No es difícil que se puedan destinar directamente recursos de los peajes por cada vehículo que pase al bienestar de esta gente, y así retribuirles en educación, en servicios públicos, en alimentación, en mejoras en la tecnificación de la pesca, de la extracción de la sal y, por qué no, del turismo ecológico ahora tan de moda. El manejo de los recursos debe ser claro, con una verdadera veeduría ciudadana, y no permitir la llegada de la corrupción.
Pongámosle punto final a una situación tan denigrante, ayudemos a sobrevivir una población que sin interés ha permitido que nosotros utilicemos sus territorios para realizar actividades de entretenimiento y desarrollo. Los gobiernos nacionales y locales, con la población civil, unidos en una sola fuerza deberíamos estar listos para resolver una situación que nos deja como uno de los países más desiguales e inequitativos. Conseguir una legislación que apoye el desarrollo de esta iniciativa para la recuperación de estos pueblos, es una actuación que levantaría justificadamente el nombre de cualquier político o dirigente.