
Vacunas vs. desobediencia
Los críticos más agudos y de pronto más certeros apuntan en que hay un altísimo grado de estupidez.
Resulta impresionantemente pasmoso, horrible, aturdidor, espeluznante, impactante, desorientador, absurdo, legítimamente imbuido de imbecilidad, la gigantesca dosis de indisciplina, desobediencia, anarquía, que marcan el comportamiento de una gran porción de la ciudadanía colombiana, en cuanto a aceptar, acatar, cumplir con las medidas nacionales y locales que el gobierno determina para controlar la proliferación y el avance de la pandemia. Sobre esto hemos escrito aquí mismo varias columnas porque en verdad cuesta mucho asimilarlo, digerirlo y por lo menos encontrarle alguna dosis mínima de lógica y razonamiento.
Mientras el Gobierno nacional hace muy forzados esfuerzos económicos ya comprobados, en medio de la desolación financiera que estamos viviendo, para conseguir, comprar, traer y empezar la logística de distribución de la vacuna, miles de personas le dan la espalda a toda esa movilización nacional desconociendo, desobedeciendo, burlándose de las medidas encaminadas precisamente a evitar que se enfermen o mueran. Aquí por principio hay algo que no se concentra en un razonamiento ajustado a la razón y el discernimiento. Los críticos más agudos y de pronto más certeros apuntan en que hay un altísimo grado de estupidez. Sociólogos, psicólogos, académicos, estudiosos del tema, concluyen que son tres las posibles causas o las tres al mismo tiempo: la primera, esa rebeldía innata del colombiano, esa antipatía a acoger el orden, la ley, la norma, la disciplina. La segunda, ese marcado simbolismo mental de la idiosincrasia muestra de mantener debajo del subconsciente el rotulo “a mí nadie me va a enseñar cómo me tengo que comportar”. La tercera, la necesidad o de vivir y sostener una familia o de divertirse, tomar licor, consumir droga, o sea, la pachanga en sus múltiples manifestaciones o expresiones.
El caso podría relacionarse con el mismo tema y respuestas en otros países especialmente de Latinoamérica, sí, pero no con tanta crudeza e intensidad. Tal vez Adler y Jung, seguidores de Freud en sus conclusiones impactantes sobre la potencia del subconsciente podrían tener la respuesta. Pero creemos que en este aspecto a Colombia no se la gana nadie. Que somos hoy por hoy los campeones de la brutalidad del comportamiento. Analicemos los desórdenes de hace unas semanas antes y después del partido Santa Fe - América en Bogotá, los niños consumiendo licor en Cartagena en pleno toque de queda, las dos mil fiestas clausuradas por la policía del país el fin de año en medio de la prohibición, el taxista borracho que se vuela el semáforo en rojo en Bello, Antioquia, hace tres semanas y mató un motociclista elevándolo y enviándolo quince metros por los aires totalmente fulminado, en fin, tantos casos, que la conclusión simple, sencilla, relevante, es que somos un país de locos, de enfermos, de psicópatas, de soberbios engreídos que creemos que no cumpliendo lo ordenado somos mejores o más machos, o más grandes en todo o mejores en lo que deseamos. Y no es tema de regiones o de ciudades. En esto Barranquilla y Cartagena son un esperpento. Conclusión: con el concepto de autoridad más consciente en quienes la representan, con la mano dura que anda siempre escondida en tres, quienes deben aplicarla, con el castigo y la sanción bien fuertes, la letra menuda y la grande se aprende. Autoridad y mano dura. Presencia, rigor y al que no quiera para la policía por horas o unos días. Así de simple.
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