Confiando demasiado en mi memoria, recuerdo haberme topado décadas atrás con una noticia en la que se hablaba de un método para descargar la ira o las frustraciones propias de la vida diaria, y que consistía en alquilar un maniquí por un determinado periodo de tiempo para insultarlo e incluso arrojarle elementos de espuma en forma de ladrillos. Ese maniquí personificaba la persona a la que culpar de la ira, y bien podía ir desde el jefe inquisidor hasta el vecino escandaloso. Se suponía que la “terapia” liberaría al paciente de la ira contenida, causante de males mayores.

De manera similar podemos encontrar tanto en literatura especializada como en las redes muchos consejos, prácticas o tratamientos para el manejo de la ira; que incluyen desde terapias de relajación hasta ayuda profesional. Lejos de ser un mal menor, la ira es capaz de detonar acciones y reacciones marcadamente peligrosas y hasta fatales tanto para quienes la padecen como para su entorno cercano.

No toca esforzarse mucho para discernir que la vorágine avasalladora de los tiempos que vivimos nos hace coquetear con alguna frecuencia con episodios de ira. Si bien es cierto que algunos los manejan mejor; también es cierto que esa ira en otros se convierte en una olla a presión sin válvula que cuando revienta hace mucho daño. Ira desaforada, rabia sembrada e ignorancia eternizada se vuelven el abono en el que retoña la maleza tupida de la que, y como otras veces se ha dicho, se valen quienes quieren mantener el status quo para su propio beneficio. Ese es otro capítulo en esta historia que hoy, solo por hoy, queda en segundo plano.

Al primer plano toca traer las reacciones iracundas que, sobre todo en las redes sociales, se encuentran al momento de debatir o defender postulados, y la evidencia clara está en que no se controvierte el argumento sino que se ataca al que argumenta. A la mejor usanza del maestro Sánchez Juliao, Twitter en particular se ha convertido en la plaza del “niñatulismo”: Puyas, insultos, mentiras mal intencionadas, descalificaciones groseras y, como no, mucha ira. Difícil que alguien se salve. Todos alguna vez, y algunos más de una vez, nos hemos perdido en la niebla de la ira.

Como ira igual es en lo que desemboca una mal entendida catarsis. A la enfermiza proyección que hacemos en los demás de nuestras propias falencias le sumamos agresiones de hecho, como las que tantas veces se ven en un estadio de fútbol, por ejemplo. Al público no se le toca, dijo claramente el Pibe, y tiene buena parte de razón; pero ese mismo público no tiene por qué atentar contra la integridad física de los futbolistas. Los partidos se ganan o se pierden. Esa verdad de Perogrullo que la tenga clara todo el que vaya a un estadio o mejor que busque otra cosa qué hacer.

Los maniquíes hoy han cambiado por madrazos virtuales, pero madrazos al fin y al cabo. Algunos tienen el cuero más duro que otros para aguantarlos. A todos, a todos, la ira al final nos terminará pasando factura si no nos calmamos.

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@alfredosabbagh