Necesitamos esos momentos en los que hacemos silencio para escucharnos. Nos desconectamos de toda la ruidosa y trepidante dinámica de la vida diaria para encontrarnos con nuestra voz interior, con esa que nos entiende y nos expresa. Nos conectamos con lo más auténtico de nuestro ser, para reconocernos como parte de un sistema vital y relacionarnos con todos, desde nuestro rol existencial.
Siendo, como lo propone Krishnamurti, capaces de reconocer las impresiones y reacciones que experimentamos, los recuerdos, la proyección de deseos, el deseo de alcanzar la verdad que es lo que nos mueve diariamente y que son los que nos van conformando como un yo en relación con todo lo demás. Sin tenerlo claro no sabremos quienes somos y no nos relacionaremos verazmente con los demás.
Pero también tratando de trascender y relacionarnos con el absoluto, con el ser superior, en mi caso con quien, desde la praxis de Jesús, entiendo como “abba”. En mi experiencia de discipulado de Jesús de Nazaret me impresiona mucho encontrarlo a él como alguien capaz de retirarse a estar solo, como dice Edward Malatesta, “para orar a su Padre, para hablar con él sobre su vida y misión y, especialmente, sobre lo que debía hacer ante cualquier situación y las actitudes a adoptar ante la creciente oposición (Mateo 14, 23; Marco 1, 35; 6, 46; Lucas 5, 16; 9, 18)”.
Ese diálogo con nosotros mismos y con el Padre Dios es el que nos permite tener claro por qué y para qué actuamos diariamente.
Estoy convencido que esos momentos espirituales, como retirarnos para interiorizar, son muy necesarios en esta sociedad de las pantallas, de las emociones intensas, de lo efímero, etc. Sin esa interiorización constante podemos terminar viviendo en automático y arrastrados por las pasiones que, en sus dinámicas no orientadas, pueden terminar llevándonos a la destrucción. Necesitamos ese equilibrio entre la vida interior y las acciones, para poder construir y realizar nuestros proyectos individuales y colectivos.
Una vida concentrada en lo interior y desconectada de la realidad cae en un espiritualismo inútil, que entretiene, pero no transforma realmente. Por otra parte, una vida sin experiencia espiritual –de cualquier tipo- es como un árbol sin raíces que no crece, termina secándose y cayéndole encima a todo lo que está a su alrededor, esto es, destruyendo todo.
Por eso, considero que en este momento tenemos que hacer pausa, mirar hacia adentro, revisarnos, entender lo que nos mueve, hacia dónde vamos, qué es realmente lo que estamos buscando y, sobre todo, pensar en el otro, en el hermano, en el compañero de camino, en ese con el que formamos inexorablemente un nosotros en el que, también, nos realizamos. Estoy seguro de que interiorizar nos da la posibilidad de liberarnos de ese egoísmo o de idolatrar seres humanos hasta endiosarlos y creer que tienen la verdad absoluta en todos los espacios de la vida. Sumergirnos en el mar de nuestro ser nos hace tomar distancia del egocentrismo.
Manuel Suances Marcos afirma que “en definitiva, el culto a la persona, al yo, tan característico de Occidente, es esencialmente corruptor. Mejor seguir la enseñanza del instructor que no a su persona. Por haber hecho esto último es por lo que se ha divinizado a los instructores. En vez de mirar a la luna, se ha fijado la atención en el dedo que apunta a la luna, esa es la perversión”. Es el momento de redescubrir el poder de la espiritualidad en esta situación tan dura que vivimos.