El Heraldo

Adiós a la inmortalidad

Se fue Muhammad Ali, quien fue, junto con Pelé, una de mis figuras deportivas favoritas del siglo pasado. Antes se fueron, este año, Prince y David Bowie. Y antes que ellos, Susan Sontag, Lou Reed y García Márquez.

Y la vida sigue, claro. Pero la partida de quienes (entre muchos otros, demasiados para nombrarlos aquí) han sido algunas de las personas más admirables de la época en la que nos tocó vivir, me ha dejado la sensación, en los últimos años, de que la muerte ya no es lo que era antes. Tal vez sea culpa del internet y las redes sociales, en donde no bien un suceso ha terminado de ocurrir que ya ha sido viralizado, consumido y desechado por las masas anónimas, pero sea cual sea la razón, el luto y la nostalgia por las grandes figuras, que antes nos duraba semanas, meses o años, hoy se procesa en cuestión de horas o minutos. El espacio que dejan debe ser llenado de inmediato por nuevos sucesos, nuevas discusiones, nuevos memes. Así como la naturaleza aborrece el vacío, la modernidad aborrece el pasado, en particular el pasado inmediato.

Es una lástima, porque esos meses que siguen a la desaparición de un gran hombre o mujer son los mejores para recordar con nostalgia su vida y su legado, y para abstraerse por momentos en el parsimonioso recuerdo de su obra. El apresurado trámite con que despachamos a las personalidades que mueren en este siglo —a las que vienen de antes y a las nuevas que surgen también— implica que la inmortalidad, en el sentido de la permanencia en el tiempo del contenido de una vida y obra, se volverá fugaz e insustancial.

La inmortalidad, que es el recuerdo, requiere que el futuro guarde algo de espacio para el pasado. Y ese espacio es cada vez más escaso; en su lugar acumulamos banalidades. El olvido en el siglo XXI es un proceso activo, no pasivo. Si antes una metáfora para el olvido eran los pasos en la arena que borra el mar, hoy serían las capas de basura que se amontonan, una sobre otra, en un relleno sanitario, sin dejar tiempo para guardar lo que pueda tener algún valor.

Y eso que llamamos ‘fama’, ‘legado’, ‘inmortalidad’, esas cualidades que elevaban a un individuo por encima del resto, serán vistos como características de una época pasada de la historia humana, como artefactos de piedra o pirámides antiguas; como atributos sociales que están dejando de existir con la era digital. Nuestra época, que es en la que Warhol dijo que todo el mundo sería famoso durante quince minutos, será también, por una consecuencia lógica que se le escapó a Warhol, la época en la que la fama dejará de significar algo de valor. Lo que alguna vez fue ‘fama’ ya ha sido reemplazado por la ‘celebridad’, que, más que por prestigio, se mide por el número de seguidores o el número de likes en una red social. Y el legado de una vida, cuya determinación implicaba una selección, un cernido que ejecutaba el tiempo a punta de memoria y olvido, será reemplazado por una acumulación indiscriminada de terabytes en un disco de un computador. Pero sin esa depuración, que es incompatible con la prisa, no hay forma de determinar qué vale la pena preservar y qué no. El exceso de memoria es la forma moderna del olvido. Y la inmortalidad deja de existir cuando se banaliza la muerte.

@tways / ca@thierryw.net

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