La situación de la democracia es alarmante. A 2024, el 72 % de la población mundial, es decir, 5,8 mil millones de personas, viven bajo regímenes autoritarios, y solo el 28 % —unos 2,3 mil millones— reside en regímenes democráticos. Estos datos de Our World in Data (University of Oxford, 2024) son elocuentes.

Esto quiere decir que la libertad y la democracia no son la regla en el planeta, sino la excepción; y que la democracia pierde paulatinamente interés entre las diversas ciudadanías. De hecho, mientras las dictaduras y los autoritarismos se defienden de los ataques de los estados democráticos —e incluso atropellan a sus poblaciones impidiendo la diferencia—, las democracias no tienen mecanismos de defensa.

Algunos responderán que sí los tienen y que sus principios de igualdad, libertad y fraternidad son suficientes para defender sociedades democráticas. También se invoca el pluralismo, la tolerancia y el espíritu abierto como elementos definitorios de la democracia, como lo ha reiterado la Corte Europea de Derechos Humanos a lo largo de su jurisprudencia. O que incluso cualquier limitación a un derecho debe justificarse solo si se toman en cuenta estos elementos (Fragoso Dacosta vs. España, Corte Europea de Derechos Humanos, 8 de junio de 2023).

Sin embargo, la verdad es que defender una democracia contra las corrientes autoritarias con principios como la tolerancia es casi una broma de mal gusto. Nadie puede defenderse de un ataque violento invocando la tolerancia contra el agresor. La tolerancia puede llevar, incluso, a la sujeción de la víctima por el victimario.

Tampoco puede ninguna democracia defenderse, a nivel interno, contra movimientos de sectarismo cultural que reivindican minorías de forma extrema, desconociendo las instituciones, discriminando a quienes no piensan como ellos y atentando contra el principio del interés general.

Esta realidad empieza a observarse en diversos países democráticos. En España, por ejemplo, algunos grupos musulmanes hablan de restablecer Al-Ándalus —los territorios de la península ibérica dominados por los musulmanes entre 711 y 1492—, imponer el islam e incluso desplazar el español como idioma común.

En el mismo país, los separatistas vascos y catalanes han puesto el nacionalismo de sus culturas por encima de la Constitución de 1978. En Francia sucede lo propio con los musulmanes magrebíes que han venido colonizando culturalmente el país. No es gratuito que en los partidos de la selección francesa de fútbol se abuchee el himno nacional.

Si se analiza cada uno de los países democráticos, se observa que las guerras culturales se han centrado sobre las nociones de familia, de historia común, de costumbres, de religión, de sexo y de idioma. Los enemigos de las democracias pueden ser regímenes autoritarios exteriores o grupos internos dentro de la propia democracia. Ambos erosionan el sistema.

Estas guerras internas surgieron de las contradicciones de la posmodernidad, que permitió deconstruir la sociedad y evaporar las certezas. Hemos pasado del confesionario al diván, como recuerda el profesor Alberto Ibáñez en su libro La guerra cultural: los enemigos internos de España y Occidente (2020).

Vivimos una era de ansiedad, aturdimiento y tormenta. La democracia, como reducto de libertad, no puede defenderse con propiedad por su fragilidad cultural y su atomización social. La democracia tal como la conocemos no podrá hacer frente a los autoritarismos políticos o culturales si no asume su batalla y sus realidades.

Bien lo decía el psicólogo clínico canadiense Jordan B. Peterson: “Si piensas que los hombres duros son peligrosos, espera a ver de lo que son capaces los débiles.”

Con lo que existe, cada día serán menos los que pensemos en la democracia como forma de vida. Y cuando eso ocurra, habremos firmado la rendición moral de Occidente.

Ex Fiscal General de la Nación

Profesor del Adam Smith Center for Economic Freedom, Florida International University (FIU)

@FBarbosaDelgado